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Género y Estado

Trabajo presentado en el Encuentro Internacional de Filosofía y Feminismo, México, UNAM, enero de 1988.


Clara Kuschnir

SADAF
AAMEF

 

Este año se cumple el cuatricentenario del nacimiento de Hobbes. Aun quienes no han leído el Leviatán están familiarizados con su afirmación, reiterada a lo largo de toda la obra, “el hombre es enemigo del hombre”, “el hombre es un lobo para el hombre”. En pocas palabras expresa el supuesto, sin Buda sombrío, que articula su teoría del Estado. Como Hobbes probablemente se refería a quienes, a lo largo de la historia, detentaron el poder y la fuerza, es decir las personas de sexo masculino, se me ocurrió someter al sujeto de sus aforismos a la prueba del cambio de sexo. Me dije: “la mujer es un lobo para el hombre”. Resultó una afirmación extravagante, como una nota equivocada en una sonata conocida. Me imagine a la loba del mito latino, que los romanos representan con las ubres cargadas de leche. Pese a ser loba amamantó a Rómulo y Remo sin siquiera detenerse ante el hecho, obvio para cualquier loba, de que no eran sus cachorros. Ellos necesitaban, ella tenía. Fue una respuesta solidaria.

Me he servido de un simple juego verbal para revelar la vaguedad de una afirmación de apariencia razonable. Cabe preguntarse cuántas de las múltiples perspectivas teóricas desde las cuales se observa, describe, clasifica, debate, norma y legisla la coexistencia de los humanos, soportarían el test del cambio de sexo en los enunciados. No es esta una propuesta de “travestismo filosófico”, sino un recurso para alumbrar un tema habitualmente encubierto en filosofía política, la complejidad de las relaciones entre genero y estado, entre sexo y poder político.

Genero debe ser entendido aquí como “sexo culturalizado”. En un proceso de milenios, varones y mujeres asumieron funciones diferentes que cristalizaron en conductas y actitudes diferentes, generando un complicado sistema de normas, casi siempre coactivas, asociadas a cada sexo. En cuanto al “Estado”, nos basta con el uso corriente, limitado a aquellas notas que aluden a su función como un orden de dominación ejercido a través de instituciones que aparecen legitimadas por un cuerpo legal. Genero y Estado son dos realidades de muy distinta naturaleza, pero coexisten y actúan sobre el mismo espacio físico y humano como emergentes de la convivencia social. Ambos funcionan como sistemas restrictivos, imponiendo normas, creando expectativas y estableciendo jerarquías. No solo se realimentan sino que se presentan analogías por su estrecha relación con un hecho primario: la extrema necesidad que tienen los seres humanos de cooperar los unos con los otros para la supervivencia, aun sobrellevando profundos e irremediables antagonismos.

Pese a que es fácil imaginar cuántos de estos antagonismos pueden tener su raíz en las diferencias sexuales, estas diferencias, en su manifestación genérica, no aparecen tratadas como parte de la teoría política, salvo raras excepciones. Los filósofos que se han ocupado de la naturaleza humana aparentan referirse a la especie en su totalidad. El uso de la palabra “hombre” como designaci6n de la especie oculta el hecho de que las peculiaridades que describen al “todo” únicamente se atribuyen a una parte, la mitad. Hasta hace poquísimo tiempo tal asimetría no parecía incompatible con la idea de un principio de justicia que regulara la sociedad humana y las demandas de la mujer resultaban extemporáneas.

El miedo y el interés por la supervivencia son, según Hobbes, aquellos sentimientos originarios que empujaron a los humanos a frenar sus apetencias para llegar a algún acuerdo menos peligroso que la ley de la selva, el “todos contra todos” del estado de naturaleza. Pero la satisfacción presente de inclinaciones y necesidades no basta. Los hombres, dice Hobbes, anhelan el poder. El poder es “el medio actual para asegurar el bien futuro”. El poder es el instrumento para anticiparse a la satisfacci6n de las necesidades en pugna permanente con las necesidades de los demás. En esta competencia que entrelaza apetencias y voluntad de dominio, la hostilidad de los menos dotados se doblega ante la fuerza de los mejor dotados. Hobbes insiste en que “ningún hombre obedece a quien no considera con poder para ayudar o herir”. El miedo y su expresi6n refleja, la prudencia, doblegan las apetencias de algunos así como la fuerza y la astucia favorecen la voluntad de dominio de otros. Sin embargo no todo se reduce a un equilibrio lúgubre entre competidores perversos. Desde los sometidos y los dominados se va generando una aspiración siempre creciente a un trato no arbitrario o menos arbitrario que la voluntad caprichosa del dominador. Al fin se impone la conveniencia de encarar los conflictos mediante algún sistema menos devastador que la lucha permanente o el arbitrio del más fuerte. Surge entonces la figura del pacto o contrato originario. Aunque de manera rudimentaria, este pacto ya implica una cierta distribución de beneficios y obligaciones. Unos prestan servicio y obedecen y otros ordenan y protegen.

No intentaré discutir aquí si los supuestos de que parte Hobbes son algo más que una metáfora, ni corresponde confrontarlos con otras explicaciones. Lo elegimos porque algunas de sus ideas tuvieron grandes consecuencias en el pensamiento político de la modernidad. Expresa de manera explícita la conveniencia de un acuerdo que involucre a todos y permanezca como principio regulador, al margen de que esta hipotética situación se haya producido alguna vez. Asociada a la idea de Estado, la suma de las instituciones que encarrilan la interacción social y política, se fue afirmando, en la teoría al menos, la necesidad de un equilibrio de fuerzas regido por un principio de justicia equidistante de los múltiples intereses particulares. El Estado mismo como un súper poder, un Leviatán, que emana del acuerdo de todos, tiene que confrontarse con esa idea reguladora. Como es bien sabido, las teorías con respecto al Estado y la justicia han interactuado, suscitando no solo discusiones académicas. A lo largo del tiempo promovieron ideologías, movimientos políticos, conmociones sociales, revoluciones, y siguen siendo substancia de un arduo y permanente debate. Nada de eso ha ocurrido con la noción de género en su alcance político. En parte porque las mujeres no participábamos de ese debate. En parte porque, cuando al fin participamos, no lo hicimos coma mujeres. La mitad de la especie humana no ha hecho oír su voz en un tema fundamental. No hay huellas, o casi no las hay, de nuestras preocupaciones en torno del Estado. Tampoco hemos elaborado un ideal de justicia que no nos subsuma como pseudopodios de la especie humana. La fuerza de la costumbre y la fuerza de la ley han establecido para el sexo femenino un sistema adicional de reglas sobre todo represivas, de cuya maraca no puede sustraerse. Saturan nuestra cultura, impregnan nuestros hábitos de pensamiento y tienen la potencia de un verdadero código genético que se va transmitiendo de generación en generación.

Muchas de estas normas se originaron en experiencias de raíz biológica que en la horda primitiva dieron impulso a formas de convivencia no necesariamente racionales. El desarrollo de la civilización las ha hecho obsoletas; sin embargo siguen infiltradas en la práctica social. La organización del Estado, así como las propuestas políticas, incluso las más actualizadas, reflejan esta obsolescencia. Cualquiera puede advertir que el sistema de prestación de servicios de un sexo hacia el otro circula como la sangre del cuerpo social, alimentando y realimentando las arbitrariedades de la ley y de la costumbre. Es un larguísimo muestrario de órdenes y expectativas a las que la mujer debe responder, pero en cuya elaboración no intervino. Cabe preguntarse si las diversas formas y sistemas que asume en sus manifestaciones reales la organización del Estado reflejan en lo más mínimo su presencia.

Las mujeres que nos acercamos a la filosofía política participamos durante mucho tiempo de una sofisticada gimnasia teórica en torno a los variados temas que conciernen a la naturaleza del Estado, la justificación de sus métodos, la viabilidad de sus instituciones, los sistemas de distribución de bienes y obligaciones, los derechos humanos, el tema de la igualdad, el no menos fundamental de las libertades y sus límites. Se confrontaron doctrinas como liberalismo, comunitarismo, marxismo, libertarianismo, etc. No es necesario justificar la legitimidad de estas búsquedas. Al contrario. Es admirable que desde sus mismos orígenes la sociedad humana se haya empeñado en la elaboración de un sistema aceptable de convivencia y que el pensamiento político haya evolucionado en la permanente búsqueda de un principio como justificación ética de la distribuci6n de derechos y obligaciones entre las personas. Por mucho que las normas hayan ido cambiando y por momentos hasta retrocediendo la controversia sigue vigente como prueba de su irrenunciable importancia. En suma, el sistema jurídico que el Estado encarna como “personificación metafórica del orden jurídico total” requiere según muchos pensadores políticos, un fundamento de naturaleza superior, la justicia.

Es imposible sustraerse al impacto emocional con que siempre viene cargada la idea de justicia, el ideal de justicia. Pero si, sobreponiéndonos a su sugestión, confrontamos este ideal con nuestra experiencia concreta como mujeres que abordan el pensamiento político, el desencanto será proporcional a su magia. Es notable descubrir aun en los teóricos más sutiles de nuestro tiempo, la fuerte influencia de la ideología patriarcal. Hasta puede ocurrir que desde la perspectiva del genero, es decir, la mirada que toma en cuenta el hecho concreto de la diferente inserción de la mujer en la sociedad, una teoría que aparenta ser extremadamente cuidadosa en su consideración de lo humano, se revele como prejuiciosa y discriminatoria. La teoría de la justicia de Rawls es un ejemplo particularmente interesante. Es una de las más difundidas, ha ejercido notable influencia y, además, señala el punto de convergencia de tres posiciones de larga tradición histórica en el pensamiento occidental: la racionalista, la empirista y la contractualista. Rawls mismo afirma que en su teoría se cruzan las doctrinas de Rousseau, Locke y Kant. Su propósito es encontrar un principio que pueda servir de fundamento sólido para la estructura básica de la sociedad, un principio de justicia que sea el cimiento de una distribución equitativa, apto para conciliar intereses humanos contrapuestos con la necesidad de la cooperación mutua.

La propuesta de Rawls se resume en la fórmula “la justicia como imparcialidad”. Es el conjunto de normas que elegiría en una hipotética posición inicial y sin conocer cuáles son sus ventajas individuales un sujeto racional y libre. Sus intereses, en esta posición inicial, están cubiertos por “el velo de la ignorancia”, de modo que no influyen sobre su decisión. Este sujeto hipotético desconoce todo lo relativo a su inserción concreta en la sociedad, fortuna, ubicación social, inteligencia, etc. Se supone que este recurso le impide saber por anticipado las consecuencias de su elección y así asegura su imparcialidad.

En su lúcido análisis “Justice and Gender”, Susan Moller Okin revela —notable paradoja— la fuerte cuota de “parcialidad” que exhibe la tan difundida teoría de “la justicia como imparcialidad” de Rawls. Le basta con someterla a la prueba que proponíamos en el punto de partida, la del género, es decir observarla desde la perspectiva de la mujer. Okin no tiene que hacer demasiado esfuerzo pare advertir que también Rawls es un ideólogo del patriarcado. Cuando Rawls enumera los hechos que el sujeto desconoce acerca de sí mismo en la posición original, es decir aquellas peculiaridades que por su incidencia en la elección deben ser cubiertas por el velo de la ignorancia si lo que se desea es asegurar su decisión imparcial, dice: “Entre los rasgos esenciales de esta situación está el de que nadie sabe cuál es su lugar en la sociedad, su posición, clase o status social nadie conoce tampoco cuál es su suerte con respecto a la distribución de ventajas y capacidades naturales, su inteligencia, su fortaleza, etc.”. Rawls no menciona el sexo. Ser mujer y no varón, no le parece un hecho significativo. No lo cubre con el velo de la ignorancia. Una posibilidad es que Rawls haya considerado que el sexo no es una cualidad relevante y otra que lo haya relegado al paquete indiferenciado de los “etcs.”. Nos inclinamos a creer que una vez más un pensador político es cegado por su fuerte ideología patriarcal. Esta hipótesis se ve confirmada porque más adelante su principio de justicia cristaliza en un modelo de familia que es justamente la patriarcal tradicional, en la cual el padre asume el carácter de representante del grupo, papel que solo recae en la madre si el cabeza de familia muere o está incapacitado.

Es justo señalar que algunos pensadores políticos sensibilizados por los aportes del feminismo (filosófico y no filosófico) han incorporado en sus análisis y propuestas la consideración del problema del género como realidad política. Una de las teorías más sugestivas fue elaborada por Michael Walzer y aparece expuesta como parte de su libro Spheres of Justice: “La justicia —sostiene Walzer— es una construcción humana”. Por lo tanto “los principios de la justicia son plurales...como productos de peculiaridades históricas y culturales diversas”. Walzer sostiene que aun dentro de cada sociedad hay grupos, comunidades, asociaciones, que actúan con sistemas de valores y normas diferentes. De ahí su idea de “esferas de justicia”, total o parcialmente en cada uno de los agrupamientos humanos posibles. La justicia no depende de que se trate de tal o cual conjunto de reglas, sino de que las ventajas y el poder que se obtienen por la pertenencia a una esfera no sirvan para obtener ventajas y beneficios en cualquier otra. Walzer sostiene que “ningún poder del Estado ha sido lo suficientemente intrusivo como para regular la totalidad de las formas de compartir, dividir e intercambiar que dan a cada sociedad su aspecto característico”. La justicia en la distribución de bienes y obligaciones depende en Walzer no tanto de un principio ético como de la perfecta independencia de esta distribución en cada esfera con respecto a las demás. Por ejemplo, es injusto —en Walzer— que alguien que haya alcanzado poder en la esfera económica lo use para obtener ventajas en la esfera política. Los valores que comparten los miembros de una esfera también varían de una a otra. Así, por ejemplo, en la esfera religiosa la usura es pecado. No lo es en la esfera de las finanzas. Las valoraciones constituyen lo que Walzer define como “el significado social compartido” o “la comprensión compartida de valores y bienes”. Walzer aplica esta misma clase de análisis a la familia patriarcal. En la esfera de la familia ha predominado la voluntad del hombre y ese poder se ha proyectado sobre todas las esferas de la sociedad generando una “injusticia” básica, la prestación de servicios de un sexo al otro, la explotación —ya lo había señalado Engels— de un sexo por el otro. Walzer la define como “degradante”. Como el “significado social compartido” esta cambiando en casi todas las sociedades avanzadas, Walzer anticipa su propuesta para remediar este estado de “injusticia” que afecta a la condición femenina. En la esfera de la familia, que en su teoría debe ser una sociedad sexual entre iguales, Walzer sostiene que el trabajo del hogar será compartido por todos. Su expresión no deja lugar a dudas: “Todos haremos todo”. Es una sentencia que merece figurar en el frontispicio del Registro Civil.

Walzer es sin duda uno de los más fervorosos alegatos contra la concepción patriarcal de la justicia y el Estado. No reiteramos, porque son suficientemente conocidas, las posiciones de Federico Engels y John Stuart Mill que con pocos años de diferencia denunciaron la injusticia del sistema de explotación de que era victima la mujer. El resultado de la prédica no es demasiado alentador. Ni los liberales ni los marxistas ni ninguna otra propuesta política ha logrado algo más que ampliar el grado de concientización de algunos sectores avanzados de la sociedad y algunos pocos cambios en las leyes. El patriarcado es la ideología compartida por todos los sistemas que conocemos, aun los más revolucionarios. En Oriente y en Occidente el Estado y sus instituciones, cualquiera sea su organización política, son refractarios a los cambios que implican a la condición femenina. Actúan con una poderosa y casi unánime voluntad patriarcal y esa voluntad injusta y discriminatoria se encubre en leyes y costumbres que subsisten como reflejos de condicionamientos milenarios ya superados. La consideración del problema del género no solo es postergada sino directamente negada. Esto explica el escepticismo y a menudo la indiferencia con que la mayor parte de las mujeres ingresa al debate político, tanto el teórico como el social. Tampoco parecen interesarse en la lucha por el poder, como si no creyeran que es un medio apto para cambiar su situación modificando las estructuras del Estado. Lo que fue la inercia de la opresión es ahora la inercia de la indiferencia.

Hasta pace poquísimos años, menos de un siglo, no teníamos derechos civiles, tampoco votábamos ni éramos elegibles como representantes del pueblo. Esa situación todavía persiste en buena parte del mundo. ¿Qué cosa es el Estado para aquellas que durante toda la historia fueron equiparadas con los niños y los idiotas, tanto en las leyes como en las instituciones? ¿Qué cosa es el Estado para quienes hasta pace poquísimo tiempo no elegían ni podían ser elegidas? La respuesta es simple: un vecindario con mercados, algún sistema de recolección de basura y, en el mejor de los casos, electricidad y cloacas. Rossana Rossanda señala con agudeza que “las mujeres que han sido históricamente excluidas de la política y por consiguiente de manera particular, del Estado, rechazan hoy la oferta, que en alguna forma les fue hecha, de compartir el poder del Estado...como si entre la ley no escrita, natural, que la mujer encarna, y la ley estipulada por los varones, no hubiese comunicación posible... Hay un vínculo históricamente sedimentado entre la generalización de la norma y el modo hostil en que el varón concibe la relación con la mujer. La esfera política refleja la visión que el macho tiene de la hembra. Su verdad —la de la mujer— y el principio de reconstrucción de los valores que le es inherente están fuera de la ley, de la política y, por lo tanto, del Estado.

Aquí cabe una aclaración. Rossana Rossanda no se refiere a un mero organismo administrativo. La mujer actúa en el orden administrativo pero desaparece cuando se llega a los niveles en que se toman las decisiones, pese a que en muchos casos han desaparecido o están en vías de extinción los obstáculos legales que la discriminaban. Algo se ha ganado. Antes era peor. Pero no tenemos historia. Nuestra historia es no tenerla. Como bien señala Rossanda, “nuestra verdad no sólo está afuera de la ley de la política y del Estado, también está fuera de la historia”. Los teóricos de la igualdad, la libertad, los derechos naturales, etc., nunca pensaron que nosotras éramos sujetos de tales derechos. Ya se sabe cómo les fue a aquellas que intentaron ejercitarlos. Pero nuestro sórdido pasado está bien descripto en multitud de trabajos. Lo grave y actual es que todavía hoy día, en occidente y salvo alguna llamativa excepción, ese mismo Estado, el que apela a nuestro voto, nuestra partícula de voluntad política para adoptar un sistema u otro, nos discrimina en todo lo demás. Cualquier mujer que se haya acercado a la política que lleva al poder sabe que se la recibe como a una intrusa que pisotea las flores del jardín. Pues bien, pisoteemos las flores del jardín del patriarcado.

Como marginales del proceso histórico —muy pocas han sellado acuerdos o librado batallas— las mujeres son también marginales en la evolución del Estado que es uno de sus productos más sofisticados y, sin duda, el instrumento en el que siempre se ha encarnado el poder de someter, agredir, prohibir, limitar y hasta matar y corromper, de la sociedad patriarcal. Pero carecer de una tradición histórica propia distinta de la patriarcal y tomar conciencia de nuestra marginalidad frente al Estado, es hoy día parte de nuestra libertad. A cambio de tantos sinsabores como soportaron nuestras antecesoras, nos hemos librado de una herencia maléfica, las consignas que la Historia ha ido transmitiendo a los varones de generación en generación, en una posta sangrienta de imperativos morales, patrióticos, raciales, culturales y sexuales. Podemos plantearnos sin inhibiciones las más nuevas y audaces alternativas. Con algunas ventajas. El Estado patriarcal no es para las mujeres que aspiran a “repensarlo” un continente desconocido. Lo venimos barriendo y limpiando desde hace milenios. Sabemos administrarlo. Hemos sido educadas para manejar sus instrumentos, incluidos los teóricos. Todo ese inmenso acopio de “verdades recibidas” tiene que afrontar ahora nuestra mirada demoledora.

Esta posibilidad anticipa cambios muy profundos. Como afirma Virginia Held, “Si la mujer ha de ser incluida en el rango de aquellos a quienes se aplican los principios usuales de libertad e igualdad, el mundo social tendrá que ser alterado de manera fundamental. No bastará con una modesta reforma”. El primer paso es una reconstrucción distintiva de la realidad en la cual los intereses de las mujeres no estén subordinados a los de los varones. También el sistema conceptual debe ser redescripto desde una perspectiva diferente y, si es necesario, modificado y alterado. Así lo plantea Sandra Harding cuando en The Science Question in Feminism propone una epistemología que realmente supere el androcentrismo de nuestra formación. Harding sostiene que “estamos educadas para describir y explicar el carácter de esta (nuestra propia) experiencia”. Harding agrega, con bastante ecuanimidad, que no se trata de sustituir una hipótesis androcéntrica por otra centrada en la mujer, sino de “arribar a teorías que den cuenta con precisión de la actividad de la mujer como ente social y, además, den cuenta de la relación social entre los géneros, destacando su gran valor explicativo en el proceso de la historia humana”.

Estos planteos no invalidan la evidencia de que hay ya un cierto reconocimiento de nuestra inserción, por ahora forzada, en la comunidad política. Está hecha de mal modo y de mala gana y aún en el ámbito académico no se ven (al menos en Argentina) estudiosos interesados en revisar la problemática relacionada con el género y su proyección política y social. El Estado patriarcal, sexista y discriminador (en la experiencia de la mujer) sobrevive en el seno de la sociedad democrática como una segunda instancia opresora. Frente a los planteos del género cada vez se produce la reacción de miedo y desconfianza tal cual concebían Maquiavelo y Hobbes la interrelación social. Es una concepción del Estado alimentada por la testosterona. Es muy poco probable que las instituciones nutridas y armadas según tales prejuicios puedan ser adaptadas a una visión de la sociedad en la que el apego, el afecto y la preocupación por los demás, que son algunos de los supuestos bien fundados de nuestra condición de mujeres, actúen como motivaciones predominantes. Esta falta de tradición es un desafío a nuestra creatividad.

El material es en si mismo apasionante. Tenemos alrededor y adentro nuestra experiencia de mujeres aceptadas y segregadas de la cultura masculina, requeridas pero desdeñadas, utilizadas pero descartadas, incluidas pero marginadas, libres pero confinadas al gineceo del Estado patriarcal, iguales pero desiguales. Nuestra narrativa cotidiana, de cualquier naturaleza que sea, práctica o intelectual, es la substancia viviente propuesta a nuestra reflexión. Alastair McIntyre habla de un modo de encarar el conocimiento de la sociedad que pasa por la narrativa. En lugar de una vida individual separada en fragmentos, ocio y trabajo, público y privado, lo corporativo y lo personal, en lugar de una visión atomizada de la existencia humana, propone recuperar una concepción del yo como integración, “la unidad de una narrativa”, dice McIntyre, que abarque lo intencional, lo social y lo histórico. “Solo en la fantasía elegimos la historia que nos gusta. En la vida, como ya notaron Aristóteles y Hegel, siempre enfrentamos algunas limitaciones”. Entramos a un escenario que no diseñamos y nos encontramos en medio de un drama no previsto. Somos protagonistas del nuestro y actores secundarios en el de los demás.

También Michael Sandel en Liberalism and the Limitis of Justice desarrolla esta idea de un yo integrado. Sandel aplica su análisis a la crítica de Rawls y su teoría de la justicia como imparcialidad. Parte de la idea de que es imposible suponer un sujeto absolutamente disociado de sus circunstancias y desde allí elabora un principio moral, una idea de justicia. Según Sandel la fuerza moral de nuestras lealtades y convicciones radica en que ellas forman parte de nuestra autocomprensión “como las personas peculiares que somos, sea como miembros de una familia o una comunidad o una nación o un pueblo”. Sandel lo engloba en nuestra “comunalidad”. Sería, frente a la soledad del hipotético sujeto rawlsiano, una visión amplia en la que el individuo se percibe como parte de un todo social con un lenguaje, historia, creencias, hábitos, etc., compartidos con los demás. Por esa razón hay un destino en común que estimula la preocupación de cada uno por los otros. La disposición afectiva aparece como la virtud que promueve el bien común. La justicia queda reducida a “virtud terapéutica” cuando la fraternidad y la benevolencia fracasan.

Un ejemplo particularmente interesante en esta tarea de revisión de las relaciones entre género y política lo ofrece Carol Gilligan en su In a different voice. Después de diez años aplicando los test que se usan para medir los grados de madurez moral en los niños de ambos sexos, Gilligan decide investigar la razón por la cual las niñas siempre sacan menos puntaje. Tras un cuidadoso análisis del discurso moral femenino, Gilligan plantea la hipótesis, avalada por mucho material empírico, de que el discurso femenino privilegia el apego, la solidaridad, el cuidado, el sentimiento de pertenencia, frente al discurso masculino que pone el acento en valores abstractos. Los numerosos textos que Gilligan cita parecen coincidir en que, para razones que no corresponde profundizar aquí, el varón privilegia la separación y el distanciamiento. En determinados contextos esta tendencia llegaría a promover la indiferencia y el desinterés por el otro y a exacerbar el personalismo y la compe­titividad. Es obvio que la competitividad más que el apego es valorada como positiva en la sociedad que conocemos. El valor de estos textos es, además de teórico, sicológico. Nos inducen a atrevernos.

Desde nuestra experiencia de mujeres, desde nuestra narrativa, iremos descubriendo cuál es el lugar y la función que nos cabe como género y cuál es, además, su alcance. Vinimos al mundo como comparsa en un libreto que ya estaba escrito pero que no es necesariamente rígido. Es nuestra tarea inmediata generar algo nuevo y distinto, no una ficción o una nueva utopía sino una corriente meditada de modifica­ciones. Debemos impulsar lo que es bueno para nosotras y descubrir que es “lo que es bueno para nosotras”, superando los prejuicios, presupuestos y conceptualizaciones dudosas que impregnan nuestra educación y nuestra vida. Ms que en­trar en la competencia por el poder se trata de disolver su efecto mortífero. Tratemos de emigrar del proyecto patriar­cal y empezar a trabajar en el nuestro. Admitamos con modestia que el nuestro no sólo pasa por los cenáculos y acade­mias. También atraviesa las cocinas y los fregaderos, luga­res por los que los filósofos políticos no transitan con frecuencia. En muchos lugares del mundo las mujeres están explorando esta posibilidad fascinante de redescribir nuestra condición genérica y proyectarla hacia nuevas opciones políticas. Por muchas razones se hace necesaria una concepción del Estado y un principio de justicia que abarquen a la to­talidad. La sociedad patriarcal se está resquebrajando. El deterioro alcanza hasta a sus instituciones ms prestigio­sas. Ni la familia “contiene”, ni los medios de comunicación “informan”, ni la ciencia “preserva”, ni los poderes “protegen”, en la medida que alguna vez justificó su imposición. Sin embargo, son pocos los que anhelan volver a la ley de la selva. ¿Cómo impedirlo? Las crisis no siempre impli­can un retroceso. Las mujeres, que siempre hemos sido una excelente correa de transmisión de significados sociales ajenos, ben podemos elaborar los nuestros y proponerlos a la sociedad entera como un medio para establecer un tipo de convivencia y mutua cooperación más apta para satisfacer las necesidades e inclinaciones de esta época. Parte de nuestra estrategia consiste en ver y actuar con claridad, incluyendo en cada etapa, como parte de la teoría y práctica políticas, los temas y las conductas que nos conciernen y conciernen a nuestros intereses y valoraciones, hasta ahora reprimidos por el pensamiento patriarcal. Es altamente probable que la mujer no resulte una loba para el hombre sino su salvación. Recordemos que la moral patriarcal no ha conseguido desactivar los misiles que apuntan hacia el futuro.

 

Bibliografla utilizada

AMOROS, Celia, Hacia una crítica de la razón patriarcal, Madrid, Anthropos, 1985.

GILLIGAN, Carol, In a Different Voice. Psychological Theory and Women's Development, Harvard University Press, 1982

HARDING, Sandra, The Science Question in Feminism, Cornell University Press, 1986

HELD, Virginia, “Feminism and Epistemology: Recent Work on the Connection between Gender and Knowledge”, Philosophy & Public Affairs 14 (1985) 3, 296-307

HOBBES, Thomas, Leviatán, trad. cast., Madrid, Editora Nacional, 1980

McINTYRE, Alastair, “The Virtues, the Unity of Human Life and the Concept of a Tradition”, en SANDEL, Michael (ed.), Liberalism and its Critics, Oxford, Blackwell, 1984

OKIN, Susan Moller, “Justice and Gender”, Philosophy & Public Affairs 16 (1987) 1, 42-72

RAWLS. John, Teoría de la justicia, trad. cast., México, Fondo de Cultura Económica, 1979

ROSSANDA, Rossana, Las otras, Barcelona, Gedisa, 1981

SANDEL, Michael, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge University Press, 1984.

WALZER, Michael, Spheres of justice. A defense of pluralism and equality, New York, Basic Books, 1983.

 

Hiparquia, vol. I, mayo de 1988, ISSN en papel 0327-1721,  ISSN en línea (en trámite)
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