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La genealogía del género

Linda Nicholson*

State University of New York at Albany

Traducción de María Luisa Femenías

 

 

La introducción de la categoría de género en el discurso académico y popular, en los últimos veinte años representa uno de los mayores logros de la “segunda ola” del feminismo. El feminismo contemporáneo fue capaz de socavar uno de los más grandes obstáculos a su éxito: la extendida creencia de que existen diferencias universales entre los sexos consecuencia de la naturaleza o de la voluntad divina, al extender el uso de la categoría de género de su previo y limitado papel al uso más extendido de la categoría de análisis social. El uso de la categoría de género como medio para hablar entre hombres y mujeres ayudó, de este modo, a hacer posible el aumento del reconocimiento público de la construcción de la diferencia sexual.

Al reconocer la enorme importancia de la categoría en el pasado del feminismo y en las continuas batallas políticas, creo también que es tiempo de que las feministas nos comprometamos en una reflexión más amplia sobre la categoría misma. Ciertamente, el feminismo continúa requiriendo su uso para combatir la idea de la inmutabilidad de las diferencias sexuales; de todos modos, necesitamos someterla a un examen más crítico que el que hemos hecho en el pasado para que nos ayude en otras tareas que ahora emprendamos.

En particular, creo que necesitamos cuestionar la creencia, ampliamente extendida entre las feministas, que la categoría de género es culturalmente neutral y se puede utilizar para identificar las diferencias dentro y entre todas las culturas respecto de cómo se percibe a varones y mujeres y las expectativas que se tienen acerca de sus contemporáneos. Desde este punto de vista género es una abstracción que no adscribe ningún significado específico a las categorías de varón y de mujer de modo que posee poco contenido propio. Y así, desafectada de determinación específica en nuestra propia cultura, se la puede utilizar como una herramienta imparcial para un análisis intercultural.

El punto que quisiera enfatizar es que la categoría de género no es culturalmente neutra. Su utilización como categoría de análisis social ha sido posible gracias a la presencia de una multitud de otras construcciones lingüísticas tales como las categorías de lo natural, lo social y la psiquis, las que contribuyen a su significado. Consecuente­mente, consideramos que la categoría de género está condicionada por una red completa de presupuestos que distorsionan su uso como herramienta de análisis intercultural y pone límites aún a la comprensión de nuestra propia cultura. Así, mientras que su construcción ha hecho posible el surgimiento de ciertos modos de toma de conciencia y el éxito de ciertas maniobras políticas, su uso irreflexivo ha dado lugar a la pérdida de otros modos de toma de conciencia y ahora dificulta la obtención de otros objetivos feministas.

Para clarificar este punto podríamos presentar una analogía entre la categoría feminista de género y la categoría marxista de producción. Al igual que género la categoría de producción fue pensada tan abstracta en su referencia -el proceso por el cual los seres humanos actúan para cubrir sus necesidades y consecuentemente, reproducirse- como para ser una herramienta de análisis útil en todas las sociedades. Ciertamente, Marx reconoció que la construcción misma de esta categoría abstracta fue posible dentro del desarrollo del capitalismo. Sin embargo, se dejó para los teóricos sociales posteriores el reconoci­miento de que el capitalismo no sólo había hecho posible el desarrollo de esta categoría sino que también en forma sutil delimitó su significado. Así, más que proveer un significado culturalmente neutro como medio de análisis social, sirvió para moldear una comprensión del fenómeno social de acuerdo con una visión particular del mundo, más específicamente aquella dominante en la Europa Occidental del siglo XX.[1]

Peligros semejantes están presentes en la concepción del género como medio neutral de análisis social intercultural. Al igual que la categoría de producción la categoría de género contiene muchos supuestos específicos de su tiempo. Así, utilizarla interculturalmente es también estructurar nuestra comprensión de acuerdo con la visión del mundo de las postrimerías del siglo XX.

La fundamentación biológica del género

Me gustaría comenzar el examen de los supuestos escondidos detrás de la utilización del género llamando la atención sobre la afirmación de Gayle Rubin en su tan influyente articulo “The Traffic in Women”. En dicho artículo, Rubin presenta la categoría de sistema sexo/género y la define como “el conjunto de acuerdos por medio de los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en los cuales estas necesidades sexuales transformadas se satisfacen”[2]. Esta afirmación refleja una posición que ha persistido en la mayor parte de la teoría de la “segunda ola”: es decir, que el género representa el significado cultural específico que las sociedades le dan a las características biológicas de diferenciación sexual o de deseo sexual. Esta posición supone tanto un modo de diferenciación cuanto de conexión entre lo biológico y lo cultural, con la presuposición de que lo biológico tiene cierta fijeza y lo cultural un alto grado de variabilidad. Como he señalado antes, defender la distinción entre lo biológico y lo cultural ha sido correctamente percibido como crucial en la agenda política feminista; un importante presupuesto de la posición pre-feminista sobre las diferencias entre mujeres y varones era que tales diferencias estaban enraizadas en la naturaleza de modo que no podían modificarse. Aún así, mientras que las feministas de la segunda ola han insistido en la diferenciación de lo biológico y lo cultural, han descuidado, sin embargo, el supuesto de una cierta conexión entre lo biológico y lo cultural. Este supuesto aparece en la posición de que las diferencias biológicas básicas entre mujeres y varones, o un tipo de sexualidad innata, sirve de fundamento o base sobre la cual las sociedades imponen diversos significados culturales. Esta es la posición que está presente en la definición de Rubin del sistema sexo/género como “conjunto de acuerdos por medio de los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana”.

Esta creencia en la base biológica del género no se restringe a las feministas. Más bien, está ampliamente difundida, al menos, en la sociedad occidental moderna e industrial. Como consecuencia de ella, la mayoría de los que comparten la base cultural europea de la sociedad tienden a compartir ciertos presupuestos sobre el género: como, por ejemplo, que en todas las culturas hay dos y sólo dos géneros y que la posesión de uno u otro tipo de genitales es fundamental en la adjudicación cultural del género. La responsabilidad fundamental de la biología en moldear esta comprensión del género puede ilustrarse más ampliamente examinando las siguientes creencias que Suzanne Kender y Wendy McKenna han resumido a partir de escritos de Garfinkel, creencias que tanto Garfinkel como otros han descripto como, la actitud natural respecto del género:

1.      Existen dos y sólo dos géneros (mujer y varón)

2.      El género es invariable (si se es mujer/varón, siempre se fue mujer/varón y siempre se será mujer/varón).

3.      Los genitales son el signo del género (una mujer es una persona con vagina; un varón es persona con pene).

4.      Cualquier excepción a los dos géneros no debe tomarse seriamente (deben ser bromas, patologías, etc.)

5.      No hay transformaciones de un género a otro excepto las ceremoniales (disfraces).

6.      Cada uno debe ser clasificado como miembro de uno u otro género (No hay casos en los que el género no sea atribuido).

7.      La dicotomía varón/mujer es natural (varones y mujeres existen independientemente de los criterios científicos o de cualquier otro) de ser varón o mujer.

8.      Ser miembro de uno u otro género es natural (ser mujer o varón no depende de las propias decisiones)[3].

Todo lo anterior parece relacionarse con la biología como fundamento del género. La naturalidad del género se establece explícitamente en 7 y 8. Y, puede sostenerse que la invariabilidad adjudicada al género, tal como se la establece en 2 y 5, se sigue de la aceptación general de la invariabilidad de la biología o, por lo menos de su mayor invariabilidad respecto de la cultura.

El 3 requiere específicamente de fundamento general en lo biológico, al sostener que son los genitales los que proporcionan el signo biológico para la adjudicación del género. Las creencias 1, 4 y 6 pueden llevar a preguntarnos por qué los sexos necesitan ser limitados tan firmemente en dos distintos aún concediendo el supuesto fundamento biológico. Esta limitación, de todos modos, podría decirse que no se sigue de la posición de que la razón última de los genitales es la reproducción biológica donde dos y sólo dos tipos de órganos reproductivos tienen sentido.

Las creencias anteriores que podrían describirse como más problemáticas en la sociedad industrial occidental contemporánea son la 2 y la 5 que se refieren a la imposibilidad de cambio de género. Podría argumentarse que los transexuales que logran modificar sus genitales constituyen una instancia de cambio de género. Considero que -probablemente- hay en esto cierta ambigüedad, pero aún tal ambigüedad surge de fundamentar el género en lo biológico. Ciertamente el hecho de que los transexuales sienten la imperiosa necesidad de hacerse una operación física proporciona la evidencia sobre la fuerza de la creencia en la base biológica del género. Más aún, cualquier sensación, por parte de los demás de que el género de un transexual realmente no se ha modificado, podría explicarse por el hecho de que los genitales no son en esta cultura las caracterís­ticas constitutivas del género, sino más bien, su signo, con la creencia de que los factores cromosomáticos son percibidos por muchos como, quizá, más fundamentales.[4]

Mientras que lo antedicho describe las creencias sobre el género que muchos sostienen en nuestra sociedad industrial occidental contemporánea, tales creencias no se sostienen universalmente. Un contraejemplo interesante es el de los Bardache en culturas norteamericanas nativas. El término “barda-che” originariamente fue utilizado por los coloniza­dores europeos en Norteamérica para describir a los varones americanos nativos que adoptaban elementos del ropaje y actividades femeninas, y que eran homosexuales. En las postrimerías del siglo XIX, cuando los antropólogos comenzaron a hacer trabajos de campo entre los indios americanos, cambiaron la grafía por berdache[5]. En el siglo XX, algunos antropólogos también comenzaron a aplicar el término a las mujeres que adoptaban papeles masculinos aunque, como la antropóloga Harriet Whitehead señala, la mayoría de las instancias de tales cruces de género entre los indios americanos correspondía a varones que adoptaban tareas y apariencias de mujeres. Aunque las mujeres que adoptaban el aspecto y el papel del varón no eran pocas, generalmente se las distinguía menos como categoría social[6], en estas sociedades. Whitehead especula que la razón de esta tendencia a tal cruzamiento de géneros que van de varón a mujer tiene que ver con la situación generalmente más alta que tienen los varones en las sociedades de Norteamérica. En las sociedades jerárquicamente organizadas, la movilidad hacia abajo, es siempre más viable que la movilidad hacia arriba.[7]

Existe una gran controversia respecto del significado del berdache.[8] Una fuente importante de controversia concierne al grado de respeto que los berrdaches tienen dentro de la cultura en la que han sido encontrados. Algunos han expresado que se les falta el        respeto mientras que otros, por el contrario, sostienen que la falta de respeto que encuentran en los antropólogos se da a consecuencia de siglos de imperialismo cultural europeo.[9] De todos modos, lo que parece claro es que sea cual fuere el nivel de respeto era una situación reconocida. Whitehead brinda una definición del fenómeno en la que marca este punto con claridad:

Mínimamente, el cruce de género en Norteamérica consiste en la permisividad de que una persona de un sexo anatómico asume parte o todos los atavíos, la ocupación y la situación social -incluyendo el matrimonio- del sexo opuesto por un período indeterminado. La vía más común hacia tal situación, era manifestar en la infancia o en la temprana adolescencia comportamientos característicos del sexo opuesto. Estas manifestaciones eran recibidas por la familia y la comunidad con respuestas que iban del tibio desaliento al aliento activo, de acuerdo con los sentimientos tribales prevalecientes, pero pocas veces había cuestionamientos en torno al significado de las conductas del sexo-opuesto: podía ser señal de que el joven (la joven) estaba destinado/a para la especial carrera de género cruzado.[10]

Esta “organización” o “institución” del berdache es subrayada         por muchos otros estudiosos como Kessler y McKenna quienes advierten que en el caso de los Chuckee siberianos, por ejemplo, ser berdache significa ocupar una alta jerarquía social cumpliendo actividades ceremoniales, y tener privilegios y responsabilidades prescriptos.[11]

De todos modos la institucionalización parece subrayar una importante diferencia con las sociedades industrializadas de occidente en la medida en que permite una descripción de este tipo de cambio de género como “desviado”. Aún en aquellos casas en que el papel del berdache pudiera tener un status bajo, relativamente, por ejemplo, con el de algunas ocupaciones obreras en nuestras sociedades, no sería equivalente a la percepción del berdache como desviación, como por contraste, son vistos los varones afeminados en la sociedad industrial occidental contemporánea. En otras palabras, en la medida en que al berdache se le reconoce un papel distinto, las personas que lo cumplen deben ser vistas no tanto como excepciones a la regla cuanto obedeciendo a un conjunto diferente de reglas. Tales institucionalizaciones parecen confirmar el supuesto de una conexión laxa entre género y biología; en la medida en que una sociedad puede aceptar el punto de institucionalización del fenómeno de un individuo que posee genitales de un sexo pero que viste o efectúa los deberes que se espera y están asociados con el otro; en esa medida podemos suponer que la importancia atribuida a la biología está disminuida, por lo menos, respecto de tales casos.

Esta conclusión teórica está de acuerdo en cómo los Americanos nativos y los europeos occidentales han visto al berdache. Los exploradores europeos en América del norte, en sus primeros encuentros con personas que parecían combinar aspectos de ambos sexos, tendieron a suponer que eran individuos físicamente hermafroditas. Así Walter Williams relata el informe de Joseph François Lafitau, misionera jesuita en el Canadá francés, desde 1711 hasta 1917. Mientras que como la Lafitau sabia de los berdaches entre los Illinois, los Siux y los nativos de Louisiana y Florida informó lo siguiente sobre la percepción de los demás europeos: “Ver estos varones vestidos como mujeres sorprendió a los europeos que por primera vez vieron en América... Estaban convencidos de que en estas personas los dos sexos estaban confundidos”. Williams señala que fue tarea de Lafitau señalar que los berdaches no eran hermafroditas sino que poseían la anatomía de un varón normal.[12]

Esta creencia europea en la necesidad de un fundamento físico, de mezcla sexual, puede contrastarse con una bien extendida posición entre los nativos americanos de que las personas berdache lo eran a causa de que sus espíritus los llevaban en esa dirección. De este modo Williams sostiene que entre los indios “los individuos que son físicamente normales pueden tener el espíritu de otro sexo, pueden estar de algún modo, entre ambos sexos, o pueden tener un espíritu diferente del de un varón o una mujer”.[13]

Por cierto, no debemos concluir que entre los americanos nativos la biología no tenía ningún papel en la asignación del género. Como señala Whitehead, todas estas sociedades tenían también la dicotomía varón/mujer y tomaban en cuenta los genitales para hacer la asignación inicial de género. Sostiene que aún entre los berdache “el mero hecho de la masculinidad anatómica nunca fue ‘olvidado’”[14]. Más aún, señala una diferencia interesante respecto de la importancia de la biología para mujeres y varones: mientras que para los varones, la anatomía podía contrabalancearse con la movilidad genérica en la división sexual del trabajo, para las mujeres, la importancia de la reproducción fisiológica podía compensarse por un cambio de ocupación sólo cuando era acompañada por la creencia de la eliminación de las diferencias fisiológicas. Así las circunstancias en las que las mujeres cambiaban de género estaban acompañadas por la falta de menstruación o por la creencia de que había tal falta.[15]

De todos modos, aún en el contexto de tales calificaciones, el fenómeno del berdache masculino confirma cierta minimización de los criterios europeos occidentales, por lo menos de la importancia de la biología en la asignación de género. Pero es muy interesante que las sociedades americanas nativas nos ofrezcan un fenómeno que confirma que hay sociedades cuyas conexiones son más laxas que las europeas respecto a la biología y el género. Por cierto, una posición que prevalece entre esta última es la de que las sociedades americanas nativas representan un tipo “más temprano” o “menos desarrollado” de sociedad y cuanto más temprana es la sociedad tanto más estrecho es el vínculo entre biología y cultura. Así sobre esta base, aquellos que han desarrollado cierto iluminismo pueden, por lo menos, reconocer como perfilan el género las sociedades, un reconocimiento que no está al alcance de pueblos más “primitivos”. De todos modos, reflexionando más sobre algunos puntos, no debe sorprender que una conexión más estrecha entre biología y gé­nero pudiera existir en Europa más que en las sociedades americanas nativas, dada la mayor importancia de la ciencia y de cierta perspectiva “materialista” en Europa desde el siglo XVII. El desarrollo de la teoría de la ley natural en Europa en el siglo XVII, aplicada a las relaciones entre mujeres y varones, a la par que otras cuestiones sociales, pone de manifiesto ese énfasis. Así, por ejemplo, mientras que un patriarcalista astuto como Sir Robert Filmer, en el siglo XVII, podía usar la biblia para justificar la subordinación de la mujer al varón, él más iluminado teórico de la ley natural, John Locke, para cumplir con una meta similar, citaba las diferencias de los cuerpos de varones y mujeres.[16] De modo que se seguiría que la noción predominante de género en occidente, en las sociedades de origen europeo, desde esa época, pueden estar más ligadas a la biología que en las culturas que poseen una historia diferente.

Que la diferenciación entre mujeres y varones podría haberse asentado más firmemente en la naturaleza a partir del siglo XVII en la Europa occidental y en aquellas sociedades colonizadas por europeos occidentales está también en consonancia con la tesis que Denise Riley desarrolla sobre la categoría de mujer. Riley sostiene que mujer se convirtió más y más en una categoría sexualizada durante el siglo XVII. Según argumenta, esta sexualización se sigue tanto de la creciente secularización que disminuyó el papel del alma andrógina, como de la concepción de la naturaleza cada vez más feminizada.

El proceso gradual de secularización y la revisión teológica fueron acompañados por un aumento de la sexualización que se mantenía fuera del alma autónoma, mientras que al mismo tiempo comenzó el desarrollo de una concepción de la naturaleza particularmente feminizada. La pérdida de un alma sexualmente democrática fue la amenaza, en particular, de las formas de feminismo de las postrimerías del siglo XVII.[17]

Como señala Riley, hubo ciertas asociaciones persistentes entre mujer y carnalidad en los siglos anteriores. Es sólo la pérdida del alma, o más precisamente, su confinamiento al “contexto de las premisas internas de una teología formal” representó el debilitamiento de una contra-noción importante en tales asociaciones.[18] Cualquier intensificación de la identificación de la mujer con su cuerpo aparecería como alineada fácilmente con un fortalecimiento de lo biológico como marcando la diferencia masculino/ femenino.

Más aún las distinciones entre mujer y varón llevadas a cabo durante el siglo XVII por los europeos occidentales fueron hechas por tipos diferentes de personas que generalmente estaban    fuertemente influenciados por el auge de las ciencias. Así, Cornell West señala que la misma categoría de raza fue primero empleada para categorizar cuerpos humanos por un médico francés en 1684 y la primera división racial autorizada de los seres humanos fue hecha en el influyente Sistema de la Naturaleza (1735) por el eminente naturalista Carlos Linneo. Como subraya West, esto no quiere decir que no existieran elementos que podríamos describir como racistas en las leyendas, las mitologías y los relatos populares que eran parte de la vida de todos los días de la gente común antes del siglo XVII. Es más bien que la ciencia le dio a esos elementos la forma de una clasificación intelectual.[19]

Lo “social”

De lo anterior podemos concluir que cualquier análisis del significado de género en las sociedades industrializadas, occidentales contemporáneas debe atender al crecimiento de la ciencia y a la emergente importancia de la “perspectiva materialista” en la sociedad occidental desde los comienzos del peri­odo moderno en adelante. Este llamado de atención ilumina el hecho de que con frecuencia, los supuestos que hoy se sostienen sobre el género, por ejemplo, que no se cambia o que es bipolar, no son ─como se indica en el caso del berdache─ necesariamente universales. Pero, no es sólo la importancia de la ciencia la que debería tenerse en cuenta al explorar los supuestos de género ocultos contemporáneamente. Existen otros desarrollos culturales mayores en la historia de la modernidad de occidente que también pretenden ayudar a iluminar tales su­puestos dados por sentado. De modo que para llevar adelante esta tarea, me gustaría centrarme, ahora, en otro desarrollo de la cultura europea occidental moderna que ha tenido importantes consecuencias en lo que hoy se piensa del género en las sociedades, influidas por ella. Se trata de la importancia creciente durante el siglo XVIII de la categoría de lo social, una categoría percibida, en parte, por contraste con lo natural y que, eventualmente, vino a socavar parcialmente el alineamiento de la distinción masculino/femenino con lo natural.

La categoría de lo social no sólo fue prominente en los escritos de muchos pensadores europeos del siglo XVIII sino que deliberadamente se utilizó para articular una concepción de hombre diferente de la de los anteriores teóricos del contrato social. Esto no significa sostener de todos modos, que no hay continuidades entre los escritos de los teóricos del iluminismo con las posiciones anteriores. Aún en los escritos teóricos del siglo XVII como Locke y Hobbes existe una representación de los seres humanos que está afectada de modo importante por influencias externas, una posición que marca mayores diferencias con concepciones anteriores. Más bien lo que es distinto de la posición del iluminismo es el agrupamiento explícito de algunas de estas influencias en la categoría de lo social y la oposición que se establece entre tales influencias y las contribuciones al carácter humano derivado de lo natural. La formulación de estas oposiciones tiene consecuencias en vistas de la comprensión iluminista de “la ciencia del hombre”. Steven Seidman elabora estas consecuencias:

El objetivo de la ciencia del hombre puede formulares a la manera de dos problemas relacionados. Primero, el problema del desarrollo social: cómo dar razón de las diferencias históricas en el desarrollo sociocultural /.../ Sumado al problema sociológico del desarrollo social, la ciencia del hombre muestra el problema antropológico de la naturaleza humana: descubrir las propiedades comunes o “lo natural” base de la unidad de la humani­dad... Este doble proyecto presupone una diferenciación entre los humanos como seres naturales y como seres sociales.

Como seres naturales, existe una cierta uniformidad y constancia en nuestras acciones. Como seres socio-culturales los asuntos humanos comparten una notable diversidad.[20]

Esta descripción del aspecto dicotómico de “la ciencia del hombre” ayuda a formular un contexto para la comprensión de cómo esas controversias sobre las diferencias entre mujeres y varones comenzaron a ser pensadas en la Europa Occidental a partir del siglo XVIII. Dada una concepción básica de las influencias que configuran a los seres humanos en tanto seres o bien naturales o bien sociales, la pregunta que dio forma a tales controversias pudo surgir tanto si se pensaba que las diferencias entre mujeres y varones eran naturales como sociales. Debido a que esta pregunta ha sido tan importante para la “cuestión de la mujer” en los siglos pasados, y es tan necesario que las feministas la aborden, es difícil para nosotras en el siglo XX conceptualizar el conflicto varón/mujer en, términos diferentes. De todos modos, la historia revela otras configuraciones. Por ejemplo, Denise Riley hace una distinción entre posiciones feministas que han apelado a las influencias externas para dar razón de las diferencias entre hombres y mujeres y el tipo de feminismo tempranos articulado en los tratados de los siglos XIV y XV, tales como los de Cristine de Pisan en Les Querelles des Femmes, que son de muy distinta naturaleza. Como señala Riley, en la medida en que estos últimos escritos “comenzaron a mostrar una alineación formal de sexo/contra sexo” y presentaran, de este modo, la categoría de mujer como una categoría        política, puede describírselos como feminismo temprano.[21] De todos modos, los tratados de estos escritores del siglo XIV y XV son altamente defensivos: disputan la denigración que los escritores varones hicieron del carácter femenino.[22] En otras palabras, para estos escritores la cuestión primaria es cómo describir las diferencias entre mujeres y varones y no, como sucedería más tarde, el grado en el que las diferencias que encontramos son productos de la naturaleza.

Para proporcionar un contexto más elaborado para la comprensión de cómo “la cuestión de la mujer” pudo haberse alineado desde el siglo XVIII en adelante con la cuestión de la relación de lo social y lo natural, se requiere una exploración más amplia de los cambios socio/estructurales conectados con el surgimiento de esta distinción.

Para que la categoría de lo social se torne parte significativa del discurso, debe existir un reino de actividades humanas al mismo tiempo separado de lo doméstico y constituyendo un campo más accesible y pleno de acción que el que se dispone en la mera actividad política.

En síntesis, debe existir un mundo de lo social que se perciba como diferente tanto de la esfera natural como de la política. La urbanización y la industrialización, desarrollada durante el siglo XVIII e intensificada durante el siglo XIX, contribuyeron al crecimiento de tal esfera. La esfera de la sociedad o de lo social aparece como un reino artificial que no representa ni aquello que es visto como demandado por la naturaleza, por ejemplo, la familia, ni aquello que se percibe como siguiendo los dictados de la razón, por ejemplo, el gobierno. Consecuentemente, para un detractor de la ciudad, del siglo XVIII como Rousseau, las diversiones de la ciudad -diversiones que nuevamente no siguen ni la razón ni la necesidad natural- se tornan ricas fuentes de corrupción. Aún muchos que no describirían a la ciudad    en términos negativos como Rousseau, lo harían de todos modos, como un terreno de banalidades.

No obstante, para comprender las implicaciones del surgimiento de lo social para el género, necesitamos hacer una distinción más entre una posición tal como la de Rousseau que ve a la sociedad como un corruptor potencial de la naturaleza humana dada la forma independiente de la sociedad, y la posición que comienza a formarse durante las postrimerías del siglo XVIII, pero que se articula plenamente en el siglo XIX, que ve a la sociedad como la fuente del carácter humano. La primera posición concibe a la sociedad como creadora de las condiciones específicas que afectan el carácter humano, la segunda la ve en las condiciones sociales. La última se articula plenamente en los escritos de Karl Marx en el siglo XIX. Es también la posición que se torna un recurso ideológico primario para las feministas.

Es importante no ver como un mero continuo de Rousseau a Marx el papel de la sociedad en la configuración del carácter humano, con Rousseau atribuyéndole un papel leve en la formación del carácter y Marx uno mayor. Con Rousseau, la cuestión no es sólo que la sociedad se percibe como poseyendo el poder de modificar, y especialmente de corromper, lo que está dado por la naturaleza sino que este poder de corrupción se centra en un lugar específico de la actividad humana, por ejemplo, la ciudad.

Así en la medida en que mujeres y varones viven sus vidas en asentamientos, que Rousseau ve como “naturales”, la sociedad no los afecta en absoluto. Con Marx, por otro lado, no es que la “sociedad” afecte el carácter humano en algunos lugares más que en otros; más bien, toda la sociedad es impregnante. Esto significa, de todos modos, que el sitio donde lo social encuentra lo natural no está afuera del individuo en alguna ubicación particular u otra, sino dentro de él y que todos los individuos de modo independiente de su situación dentro de la sociedad están configurados por ésta. Hanna Arendt ha elaborado los aspectos de este cambio:

con el surgimiento de la sociedad de masas, el reino de lo social finalmente, después de varios siglos de desarrollo, ha alcanzado el punto donde incluye y controla a todos los miembros de una comunidad dada con igual fuerza y de igual modo.[23]

En otras palabras, la transformación entre una descripción del carácter humano fundada en la naturaleza a otra como la de Marx está acompañada por importantes variaciones en el significado de sociedad y de lo social. En la medida en que la sociedad es vista como lo que abarca todo, así también lo social comienza a ser visto como integral al desarrollo del carácter humano. Esto no signifi­ca que no subsista aún un punto sobre el cual sea el peso que haya que dar a la naturaleza y a la sociedad en lo que respecta a la comprensión del desarrollo del carácter humano. Más bien, como resulta cada vez más difícil pensar a la sociedad ubicada en un lugar particular, también resulta cada vez más difícil no darle al menos, un peso a la influencia de la sociedad como, por lo menos, contribuyendo parcialmente a ese desarrollo.

La transición entre la posición que he identificado con Rousseau con la que corresponde a Marx, se torna especialmente problemática en lo que a las mujeres respecta, las que durante el siglo XIX y el XX han sido características de ambos modos;[24] por cierto la batalla crucial para las feministas de ambos siglos se centra en este problema, con las feministas que adoptan cada vez más una postura marxista sobre este punto y con los anti-feministas que tienden a seguir una posición más semejante a la de Rousseau. Comprender por qué las líneas de batalla se trazan de este modo requiere prestar atención a algunos de los cambios sociales que ocurren en la familia durante este periodo.

En el transcurso del siglo XIX, y en conjunción con la industrialización, la familia experimentó cambios significativos, se transformó cada vez más en un lugar restringido a las actividades humanas no organizadas por fuerzas de mercado. Una consecuencia es que la vida económica comenzó a percibirse como un campo de la actividad individual, como opuesta a la familiar. Tal cambio es consistente con una visión del mundo en desarrollo que sitúa los lugares de encuentro entre lo natural y lo social en el individuo, por ejemplo, con una concepción del desarrollo del carácter humana que he identificado con la de Marx en oposición a la de Rousseau.

Sin embargo, la individualización de la vida económica al mismo tiempo afecta y no afecta a la mujer. En EEUU, por cierto, muchas mujeres pobres que no eran esclavas comenzaron a trabajar fuera del hogar por un salario. Más aún, muchas mujeres de la clase media comenzaron a verse involucradas en trabajos fuera del hogar, en la iglesia, en las asociaciones de beneficencia, y también en los movimientos por la abolición de la esclavitud y por la abstinencia de bebidas alcohólicas. De todos modos, el surgimiento mismo de la noción de doble esfera para las actividades humanas, asociada con la industrialización trajo consigo la ideología de que el lugar de las mujeres estaba en el hogar. Consecuentemente, no resulta sorprendente que en el siglo XIX se produzca un encuentro entre dos concepciones de la mujer que están ligadas a las dos posiciones respecto de la formación del carácter humano. Por un lado, existe una asociación de la mujer con el hogar y la familia, ambos identificados en el período moderno con las necesidades naturales. Aquí, el carácter de la mujer está en consonancia con la esfera con la cual se la identifica.[25] Esto se contrapone a la visión de las mujeres operando como los varones como individuos en la sociedad, un punto de vista que al menos reflejan parcialmente ciertas experiencias de algunas mujeres. En tanto las feministas del siglo XIX comenzaron a justificar esas experiencias y a trabajar contra los obstáculos que se ponían en su camino, del mismo modo, muchas feministas se convirtieron en fuertes defensoras de esta apelación a la “sociedad” para explicar el carácter femenino y las diferencias femeninas respecto de los varones.[26]

El género como normativa

Sería un error, sin embargo, considerar la introducción gradual de la categoría de lo social como contrapartida de lo natural como cambio cultural que afecta la percepción de todos por igual. Más bien, existen importantes cuestiones de clase y raza que se intersectan aquí con las distinciones varón/mujer en el siglo XIX y que tendrán serias implicancias en la aplicabilidad del género en el siglo XX.

Si para un teórico como Rousseau, el hombre natural representa una criatura más deseable que el que ha sido influenciado por los pasatiempos de la ciudad, tal apreciación de la naturaleza sobre la sociedad no iba a obtener amplia adhesión. La intensificación de la urbanización se vio también acompañada por un incremento en la concepción de que la ciudad y aquellas personas y objetos asociados con ella eran más sofisticados y avanzados que la vida rural y aquellas personas y objetos allí encon­trados. Así, por ejemplo, hacia fines del siglo XIX en los EEUU, las telas confeccionadas por fábricas fueron consideradas superiores a las domésticas y las experiencias en la ciudad más dignas de ser tenidas en cuenta que las de las granjas.

Esta valorización de la ciudad dio al concepto de lo social una cierta ambigüedad. Por un lado, en la medida en que lo social se tornó un concepto carente de ubicación particular, representó una fuerza igualmente aplicable a todos los seres humanos. Sin embargo, en la medida en que también lo social permanecía asociado vagamente con las experiencias que sólo algunos tienen, las diferencias de clase y raza se intersectaron también con la dicotomía de lo social y lo natural para darle a lo social un cierto significado de ente. Este sentido más elitista de lo social se pone de manifiesto en el siglo XX con la significativa frase ser socializado como queriendo decir estar en relación de familiaridad con la cultura y el refinamiento.[27] En el siglo XIX, esta asociación dio lugar a que aquellos seres humanos que generalmente eran desvalorizados, tales como los negros, los inmigrantes y las personas que no eran de Europa Occidental, se suponía que organizaban su conducta de un modo más acorde con la naturaleza que con las reglas de la sociedad. Este supuesto de que algunas personas vivían sus vidas más en consonancia con la naturaleza que otras fue una fuente importante de justificación para muchas de las cam­pañas de los trabajadores sociales de fines del siglo XIX y comienzos del XX y para gran parte de la racionalización de la colonización. Por cierto, si tales personas, ni occidentales ni blancas, no fueran consideradas como poseyendo menos reglas sociales sino reglas, simplemente, diferentes, sería más difícil para los partidarios de tales campañas justificar la imposición de sus propias reglas orga­nizativas sobre estos “otros”.[28] Más aún, esta asociación de lo social con aquello que es cultu­ralmente más avanzado y lo natural con lo que es más primitivo estuvo también de acuerdo con las con­cepciones fuertemente evolucionistas que dominaron el pensamiento de los últimos años del siglo XIX. Así, aquellos seres humanos cuyo comportamiento fue considerado más natural fueron vistos como más rela­cionados con los animales y ocupando niveles más bajos en el desarrollo evolutivo que los europeos occidentales blancos cuya distancia con la naturaleza era signo de su lugar más avanzado en los estadios de desarrollo.

Esta asociación de lo social con aquello que es culturalmente más avanzado y de lo natural como aquello que es más primitivo tiene importantes implicaciones para las distinciones que se hacen entre mujeres y varones de diferentes clases y diferentes orígenes étnicos. Como se consideró que las mujeres y los varones de las clases más bajas y de origen no occidental organizaban sus vidas más acorde con la naturaleza que los europeos occidentales, del mismo modo se consideró que tales personas la organizaban en torno a comportamientos diferentes entre mujeres o varones. Se creyó que las únicas distinciones trazadas entre tales personas en vistas a los comportamientos aceptados para varones y mujeres eran aquellos que clara y obviamente demandaba la naturaleza. El poder creciente de las clases burguesas urbanas de Europa Occidental y del noreste de EEUU así como de los propietarios de plantaciones en el sur y de sus descendientes consideraron sus propias expectativas respecto de las conductas apropiadas de varones y mujeres como más cultas y refinadas. No resulta sorprendente que adoptaran categorías aristocráticas preexistentes para representar tales expectativas, y así describir sus propias formas de comportamiento de varones/mujeres como del caballero y de la dama. De modo que la distinción entre mujer/varón y dama/caballero tuvo importantes connotaciones de clase. Pero esto signi­ficó que la noción de los tratos adquiridos varón/ mujer tal como se tornarían centrales a la aún sin articular noción de género, tuvieron, al menos, en parte, un significado normativo. El significado normativo ha perdurado en las alianzas de género con realizaciones aún existentes.

Por cierto, si nuestro concepto contemporáneo de género conserva cierto sentido normativo, también está claro que tiene un significado descriptivo central. Importante para esto último es un supuesto compensatorio de igualdad tal como que toda persona tiene que ser considerada como teniendo género. Y, necesaria a esta concepción más democrática es la concepción de que no sólo, en verdad, el género resulta del encuentro entre lo social y lo natural sino que este encuentro se lleva a cabo en todos los seres humanos de modo independiente al lugar de sus actividades. Como hemos visto, un significado de­sarrollado por lo social durante el siglo XIX fue un tipo de influencia que afectó a todos los seres hu­manos de modo independiente de su situación en la sociedad, esta última categoría fue ella misma in­terpretada como más y más inclusiva. Así el signifi­cado de lo social más recientemente emergente e igualitario subyace a un sentido contemporáneo de género como propio de todos los seres humanos que coexisten con la trama de asociaciones del género como realización y ligado a lo racial y clasista.

La psiquis

En lo antedicho, he examinado dos desarrollos de la historia de la cultura europea occidental que parecen importantes para brindar un contexto para la comprensión del surgimiento eventual del significado de la categoría contemporánea de género: la creciente importancia de un enfoque científico o materialista y el crecimiento y desarrollo de la categoría de “lo social”. Sin embargo, mientras que un fuerte sentido biologista combinado con un surgimiento más reciente y democrático de la noción de “lo social” podrían describirse como las condiciones necesarias para la introducción del “género” como categoría de análisis social, ellos mismos no son suficientes para explicar plenamente la adopción por parte de las feministas de esta categoría durante el siglo XX o los muchos y posteriores significados que esta categoría ha asumido. Para reforzar el análisis, necesitamos centrarnos en aquello que se supone en esta categoría, pero ausente en lo anterior. Un aspecto central es el mecanismo para descubrir el proceso por el cual lo social se encuentra con lo natural en la construcción del carácter. Este eslabón perdido fue suplido en la elaboración del concepto de “la psiquis”, llevado a cabo por Freud a fines del siglo XIX y principios del XX y en el desarrollo de una multitud de teorías relacionadas a lo largo del siglo XX.

Para comprender la elaboración de la noción de psiquis que ha tenido lugar en el siglo XX necesitamos retornar a una dimensión previa de los cambios de la familia y su relación con el resto de la sociedad, que siguieron a la industrialización. Antes señalé que la industrialización conllevó la declinación de la familia como unidad económica productiva básica de la sociedad, siendo reemplazada en este papel por el asalariado individual. Por cierto, la familia continuó siendo central como lugar de distribución económica y continuó siendo, para aquellos que poseían propiedad, un mecanismo para la transmisión de la propiedad entre las generaciones y, para aquellos de medios más limitados, un mecanismo por medio del cual los recursos eran distribuidos entre los diferentes miembros de la casa. Más aún, ciertamente durante el siglo XIX y aún en el presente sólo algunos individuos primariamente varones de ciertas clases, pudieron generar suficientes ingresos de fuerza de trabajo, para bastarse a sí mismos de modo verdaderamente independiente de la pertenencia familiar. De todos modos una centralización en aumento sobre el individuo como unidad básica de la sociedad, puede considerarse, que caracteriza muchos aspectos de la vida social durante el siglo XIX y XX. Una manifestación es el reemplazo de la idea de hogar como unidad política básica, por la creencia de “un hombre, un voto”.[29] Otra es la creciente fascinación con el proceso de la mente individual.

Otro modo de comprender este desplazamiento es centralizarse en los cambios del significado de público y privado desde hace varios siglos. Mientras que el significado moderno temprano de privado se refiere a aquello que concierne a la familia en oposición al estado, como en propiedad privada, en el último siglo, la privacidad, cada vez más, ha venido a referirse a aspectos del individuo, a la vida de él o de ella. Así el sitio de la distribución entre privado y público se ha desplazado desde algún punto de la incidencia entre la familia y el estado a uno que se inscribe sobre el individuo; lo privado así, se refiere cada vez más á áreas del cuerpo individual o de la mente. Más aún, en conjunción con esta interiorización de lo privado está la noción creciente de lo público como interiorizándose cada vez más en la medida de lo posible por la idea de la determinación social de los seres humanos.

Dentro de tal contexto, la apelación a categorías tales como las creadas por Freud, se hace más clara. Específicamente, un concepto como el de superyo puede comprenderse como representando un medio por el cual la sociedad puede ser concedida como internalizada dentro del individuo. De modo similar, en la medida en que el superyo fue descripto como interactuando con el ello, también podrían tales elementos internalizados de la sociedad ser caracterizados como interactuando con el aspecto natural del individuo. Y, una distinción entre elementos conscientes e inconscientes de la psiquis podría utilizarse para delinear aspectos de la mente que son parte del lenguaje, y así potencialmente públicos, de aquellos aspectos que están fuertemente privatizados. El punto aquí, por supuesto, no es intentar traducciones exactas entre las construcciones específicas de Freud y las afirmaciones hechas más arriba. En principio, Freud, claramente, no ha estado solo durante el siglo XX en la articulación de los mecanismos de los procesos mentales. Y, por cierto, el proyecto de intentar correlacionar todas las articulaciones específicas con los desarrollos sociales del siglo XX podrían parecer desencaminados. Más bien, la afirmación es más general: la construcción de teorías tales como la de Freud tienen sentido en términos de aquellos cambios de la vida cultural que tuvieron lugar durante las postrimerías del siglo XIX y en el XX. En este periodo, dado que hay una tendencia general a pensar cada vez más en lo social como lo que se internaliza en la mente del individuo, construcciones que articulan el significado de tales internalizaciones y su modo de interacción con lo natural, se tornaron útiles.

Otra manifestación de la creciente aceptación de la idea de la internalización de lo social fue el desarrollo, durante el curso del siglo XX del concepto de roles sociales y de teoría de roles. En el concepto de rol converge la idea de que aspectos del comportamiento humano siguen pautas socialmente dadas, similares a los guiones narrativos. La demanda implícitamente invocada por el uso del término rol es que los seres humanos, con frecuencia, organizan su comportamiento de acuerdo con tales guiones como consecuencia de sufrir ciertas experiencias similares con otros, o para satisfacer las expectativas de los demás.

Han surgido controversias entre las teorías psicológicas con sus orígenes en alguna versión del freudismo que concibe tales guiones como profundamente incrustados en el carácter humano a consecuencia de las experiencias de la primera infancia, y aquellos que tienden a concebir tales guiones como adquiridos más superficialmente y, así, más fáciles de abandonar.

Esta creciente centralización de la internalización de lo social se hace importante para comprender los cambios de cómo las distinciones entre mujeres y varones llegaron a ser concebidas. Dada la aceptación creciente de la afirmación de que muchos aspectos de carácter humano eran socialmente derivados, así también se hizo más plausible pensar que, al menos, algunas de las diferencias en el carácter de las mujeres y varones eran una consecuencia de sus experiencias sociales. De este modo, por ejemplo, Freud examinó diversas tendencias caracterológicas profundamente enraizadas en mujeres y varones como consecuencia de experiencias diferentes en la primera infancia, las que, para él, se seguían de la posesión de genitales diferentes. En síntesis, la aceptación creciente de la idea de individualización de lo social tuvo como una consecuencia significativa una comprensión de las diferencias entre mujeres y varones próxima a diferencias originadas en la internalización de experiencias y expectativas. Así, cuando las feministas introdujeron el término género, en el discurso popular, en los años 60, llegó con el supuesto de que la sociedad organiza diferencias entre varones y mujeres no sólo por medios legales, sino también a través de actividades socializadoras más sutiles y abarcadoras. Más aún, cuando las feministas quisieron afirmar que tales experiencias invaden el carácter, ya habla disponible un legado de trabajo construido a partir de Freud, tales como la teoría de las relaciones objetales, que podían dar fundamento a tales afirmaciones teóricas.

El género como cosmovisión

En síntesis, sostengo que los desarrollos específicos de la historia cultural de Europa Occidental y Norteamérica han hecho posible tres creencias básicas de la categoría contemporánea de género: la creencia en la base biológica de las diferencias de sexo en términos de tipos diferentes de genitales o de configuraciones cromosomáticas; la creencia que por lo menos, en algunos aspectos, las diferencias entre mujeres y varones se adquieren socialmente; y la creencia en una psiquis donde las diferencias sexuales tienen asiento interno. Estas tres creencias operan o bien solas o bien en conjunción unas con otras, a su vez dan sustento a otras creencias frecuentemente, aunque no necesariamente, sostenidas por quienes utilizan el término “género”: que las diferencias sexuales son bipolares; que tener género representa un cierto tipo de completitud; que todas las personas en todas las sociedades tienen género; y que las diferencias internalizadas de sexo que constituyen parcialmente el género invaden el carácter. Antes de que elabore este complejo de creencias, quisiera enfatizar que no sostengo que hoy día muchas personas, influidas por tradiciones culturales originadas en Europa Occidental y en Norteamérica crean en la bipolaridad genérica o en la capacidad de penetración del género porque crean en la base biológica del género o en el fenómeno de la psiquis. Más bien, parece haber mucha evidencia del efecto que, por lo menos, en lo que respecta a la Europa Occidental, existió la creencia, ampliamente difundida, en la bipolaridad de los sexos y en la vigencia de las diferencias entre mujeres y varones muchos siglos antes del surgimiento de la ciencia moderna y muchos siglos antes de los escritos de Freud. Pero, lo que en verdad parece ser es que tales nociones pre-existentes sobre bipolaridad e impregnación se incorporaron más tarde en desarrollos culturales tales como el crecimiento de la ciencia y la elaboración de Freud de la categoría de psiquis, son estos últimos desarrollos los que dan hoy a tales nociones la mayor parte de su signifi­cado y las justifican.

En síntesis, sostengo que muchos de las modos en que pensamos sobre el género son consecuencia de una cultura histórica específica. Mientras que la introducción de esta categoría nos permite reconocer y explorar una amplia gama de diferencias en rasgos de personalidad y formas de comportamiento esperados de mujeres y varones en las diferentes sociedades, el reconocimiento tal de especificidad cultural no estuvo a su vez completamente extendido a la categoría que iba a organizar esta diversidad.[30] Más bien, tendemos a atribuir a esta categoría, un tipo de a-historicidad analítica. El punto, aquí, sin embargo, es que no sólo las características particulares asociadas con ser mujer o varón son culturalmente especificas, sino que también lo son las nociones más abstractas y metafísicas que estructuran la comprensión de cualquier sociedad sobre esta distin­ción -incluyendo la nuestra. Así, las creencias que constituyen nuestra propia noción de género requieren ser examinadas detenidamente tanto como los componentes específicos que los términos designados recogen.

Pero, ¿qué significa someter a escrutinio al conjunto de creencias abstractas que juegan algún papel en nuestra comprensión del género? Básicamente no puede significar una simple decisión sobre la aceptación o rechazo del conjunto como un todo. En primer término, el conjunto no es verdaderamente tal, en el sentido de una lista de creencias claramente definida, todas ellas sostenidas por cual­quiera que utilice el término. Muchas de estas creencias que he descripto como emergiendo en conjunción con otras más básicas, por ejemplo que el género represente una perfección o que impregna, no son -quizá- sostenidas con grados variables de compromiso por otros que también utilizan el término. Segundo, tal conjunto de creencias no es un conjunto en el sentido de constituir algo fácilmente separable de los otros. Y dado que algunas de las creencias que se entretejen con aquellas implicadas en nuestra comprensión del género son básicas para la vida del occidente industrializado en el siglo XX, toda propuesta de rechazo total seria necesariamente absurda. Por ejemplo, ¿qué significaría abandonar la creencia de la fundamentación de las diferencias de género en la biología? ¿Sería posible para muchos de nosotros vivir en una cultura industrializada, fuertemente influenciada por siglos de creencia en la ciencia, comenzar a pensar la identidad de género como elegida o asignada espiritualmente? Por último, existen aspectos de esta cosmovisión que son centrales a muchas batallas políticas contemporáneas. Por ejemplo, la concepción de la identidad varón/mujer como consecuencia de la socialización es aún una concepción necesaria para predicar en contra de la continua creencia, sostenida por muchos, de que ella se da por naturaleza. Claramente, para las feministas, abandonar hoy la teoría de la socialización sería políticamente autodestructivo.

De modo que, no es un rechazo completo de esas creencias implicadas en nuestra comprensión del género lo que propongo. Más bien, mi objetivo es una toma de conciencia más limitada. Tal autoconciencia podría permitirnos no sólo ser más sensibles a las ideas acerca de la verdadera naturaleza de la diferencia de sexos sostenida por quienes tienen historias culturales diversas, sino también estar más alerta a los elementos de nuestro propio conjunto de creencias que son posiblemente opresivos.

Considérese, como ejemplo, nuestra propia tendencia a pensar el género como impregnante. En los primeros tiempos de la segunda ola, hubo cierta sensación de confusión respecto de cómo debíamos pensar la efectividad de las diferencias de género; tendencias a restar énfasis a las diferencias entre mujeres y varones y a exhibir el objetivo de la androginia coexistieron con el reconocimiento de la impregnación de las diferencias de sexo y el peligro de pensar demasiado pronto en androginia. Las opciones, rápidamente se enmarcaron en términos de humanismo* versus ginocentrismo.[31]

Dado que el humanismo aparece sumamente ligado al liberalismo, a la timidez y a los peligros de la apropiación, el ginocentrismo pronto dominó gran parte del pensamiento feminista. Más aún, cuando el abordaje ginocéntrico se unió a las teorías psicológicas del siglo XX que teorizaban sobre el desarrollo de las diferencias sexuales en los primeros estadios del desarrollo del niño, como por ejemplo, la teoría de las relaciones objetales, las potentes teorías resultantes, tales como la de Nancy Chodorow y Carol Gilligan, intensificó el movimiento de considerar las diferencias sexuales como impregnantes.

Si bien considero que este movimiento cultural brindó enorme fuerza al feminismo, también lo veo como levantando algunas barreras a nuestra capacidad para conceptualizar las diferencias mujer/varón. Tendimos a restar énfasis en las complicaciones de las identificaciones de género y deseos tanto de mujeres como de varones. Como las diferencias entre la psiquis de las mujeres y de los varones se describen con mucha elaboración, lo que con frecuencia se pasa por alto no sólo son los modos en que la mayoría de nosotros, mujeres y varones, nos desviamos en nuestras propias psiquis de la descripción de género que se articula, sino también las interesantes cuestiones de cómo y por qué eso ocurre.

La tarea de explicar por qué las mujeres no orientan siempre sus relaciones hacia la atención y cuidado de otros o los varones no son siempre individualistas, dominantes y traficantes de poder fue implícitamente considerada no feminista.

Por cierto, algunos podrían objetar que fue necesario primero articular en grandes líneas las diferencias que de hecho existen antes de abordar la tarea de calificación. Esto, por cierto, es correcto, y explica muchas de las razones de por qué nuestra teoría ha avanzado en la dirección en que lo ha hecho.

De todos modos, creo también que existen elementos de nuestra historia cultural, tales como nuestra noción de psiquismo como campo para estructuraciones tempranamente unidas al sexo, que también han afectado las direcciones teóricas que hemos seguido. Tener autoconciencia de esta historia cultural podría, por tanto, ser una tarea necesaria para que hoy seamos capaces de avanzar en nuestra conceptualización de mujeres y varones.



* Ponencia presentada al II Encuentro de Feminismo Filosófico (Bs. As. noviembre de 1989)

[1] Para una discusión más extensa de este punto ver: L. Nicholson, Gender & History: The limits of social theory in the age of the Family, New York Columbia University Press, 1986, p p. 167-200.

[2] Gayle Rubin, “The traffic in Women”. En: Rayna R. Reiter (Ed.). Towards an Anthropology of Women, New York, Monthly Review Press, 1975, p. 159.

[3] Suzanne J. Kessler y Wendy McKenna, Gender: an ethnomethodological Approach, New York, John Wiler & son, 1978, p p. 113-114. El trabajo de Garfinkel que esta lista resume, es: H.Garfinhel Studies in Ethnomethodology, Engliwood Cliffs, New Jersey Prentice-Hall, 1967, p p. 122-128. Kessler y
McKenna señalan que la descripción de Garfinkel de las “actitudes naturales” hacia el género es muy similar a los “hechos” sobre el género des­criptos por Lawrence Kohlberg en “A congnitive ­developmental Analysis of children's sex role. Concepts and Attitudes.” En: E. Monoby (Ed.), The Dovelopment of sex Differences, Stanford, Stanford University Press, 1966. Kenler & Harris, y hasta donde yo sé, Garfinkel y Kohlberg no des­criben diferencias que se mantienen entre dife­rentes pueblos de las sociedades occidentales contemporáneas respecto de estas creencias.

[4] Debería enfatizarse que mientras otros podrían creer que el transexual ha cambiado su (él o e­lla) género, esto no es lo que el transexual cree. La mayoría de las explicaciones que conozco des­criben al transexual como considerando que siem­pre han pertenecido al género al que los nuevos genitales lo adscriben. Así existe la sensación de que los genitales anteriores eran consecuencia de algún ‘error’ biológico que la operación rectifica.

[5] Walter L. Williams, The Spirit and the Flesh: Sexual diversity in American Indian Culture, Boston, Beacon Press, 1986, p. 10.

[6] Harriet Whitehead “The Bow and the Burden Strap; A New Look at The Institutionalized Homosexuality in Native America". En: S.B.Ortner & H.Whitehead (Eds.) Sexual Meanings: The Cultural Construction of Gender and Sexuality, Cambridge University Press, 1981, p p. 85-86.

[7] Ibidem, p p. 86

[8] Para una extensa bibliografía y discusión de estas controversias ver Kessler y McKenna y, también, Williams.

[9] Así, uno encuentra en las interpretaciones de los escritores contemporáneos casi puntos de vista opuestos. Ramón A. Gutierrez en su artículo “Must we Deracinate Indians to find Gay Roots?” Out­look National Lesbian and Gay Quarterly I (1989), 4. p p. 61-67, describe el berdache como "presionado" para la personificación de la mujer y de muy bajo nivel social. Walter Williams, en The Spirit and the Flesh, por el contrario lo describe como poseedor, con frecuencia, de un nivel social alto siendo el nivel social bajo consecuencia de la imposición, en gran parte, de los valores europeos. Para esta última afirmación, ver especialmente, la parte II del libro Changes in the Berdache tradition since the Coming of the Europeans, p p. 129-229. Como la afirmación de Gutierrez está presentada de modo tan extremo, sin referencias a posiciones opuestas y sin el soporte de trabajo de campo extensivo que presenta la obra de Williams, esta última impresiona como una versión más autorizada, aunque quizá aquella esté más calificada que la de Williams. Tal posición se presenta también en el análisis de Whitehead.

[10] Whitehead, “The Bow and…”, p p. 85-85.

[11] Kessler & McKenna pág.26. También remiten al trabajo de B.Voorthies, Fernale of the Species, New York, Columbia University Press, 1975. Sostiene de manera general que el Berdache constituyó un rol genérico organizado diferente del de varón o mujer. Y advierte que E. M. Heiman y Cao Van Le también distinguen el Berdache de los transexuales en el Vietnam Contemporáneo sobre la base de que el berdache era un papel claramente definido mientras que el transexual no lo es. E.M.Heiman y Cao Van Le, “Transexualism in Vietnam”. Archives of Sexual Behavior, (1975). 4, p p. 89-95.

[12] Williams, p. 10, quien cita a Joseph François Lafitau, Moeurs des Sauvages Americquains, Paris, Sangrain, 1724, vol.1, p. 52. Trad. al inglés por J. Katz en Gay American History, New York, Thomas Crowell, 1976, p. 289.

[13] Ibídem,  p. 22

[14] Whitehead,  p. 86

[15] Ibídem, p p. 90-93

[16] Para referencias sobre Filmer, ver Gordon Schochet Patriarcalism in Political Thought, Oxford Basil Blackwell, 1975 , p p. 137-151 ; Locke, J., Two Treatise of Goverment (Ed.) como introducción de Peter Laslett, New York, New American Library, 1965, p p. 364 & 82.

[17] Denise Riley, “I am that name?”: Feminism and the Category of “Women” in History, Minneapolis, University of Minnesota Press , 1988, p. 18. Si bien Riley no siempre explicita que el fenómeno que está describiendo concierne a Europa Occidental, la evidencia es tal que una puede inferirlo.

[18] Ibídem, p p. 18-28

[19] Cornell West “Towards a Socialist theory of Racism” en Prophetic Fragments, Cornell West (Ed.) Grand Rapids Michigan, N.J., 1988, p. 100.

[20] Steven Seidman, Liberalism and the Origins of European Social Thought, Berkeley, University of California Press, 1983, p p. 28-29.

[21] Riley,  p. 10

[22] Riley, p p. 11-13

[23] Hanna Arendt, The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958, p. 41.

[24] Para una discusión más extensa ver, Gender and History, p p. 50-52.

[25] Un contraejemplo interesante de la identificación de la mujer con la naturaleza, pero que aún afilia el carácter de las mujeres con el contexto de sus vidas, es la identificación en el siglo XX, de algunas nociones de femineidad con cultura. Sobre éste y otros problemas asociados con el supuesto de la afiliación universal de las mujeres con la naturaleza, ver Carol MacCormack y Marilyn Strathern (Eds.) Nature, Culture and Gender, Cambridge University Press, 1980.

[26] Por cierto, hubo también algunas feministas en el siglo XIX que apelaron a la naturaleza inherente a las mujeres para justificar sus objetivos feministas. La tensión dentro del feminismo, entre la conceptualización de las mujeres como inherentemente diferentes (y mejores) que los hombres, y como opuesta a la descripción de todo carácter humano a consecuencia de la influencia social, subsiste aún en el feminismo contemporáneo como tema, aunque la última posición haya ganado fundamento de modo útil. Hoy, cuando las feministas desean describir el carácter de las mujeres como mejor que el de los varones, lo explican en referencia a las diferentes tareas y demandas que la sociedad hace a las mujeres.

[27] Un resabio contemporáneo de este significado de elite=sociedad son las páginas sobre Sociedad de los periódicos urbanos.

[28] En este contexto, el trabajo de los antropólogos del siglo XX que comenzaron a insistir en la noción de relatividad cultural tales como Malinowski y Mead deben ser considerados relevantes políticamente.

[29] Para una elaboración más completa de este punto ver Gender and History, p p. 50-52.

[30] Por cierto, éste no ha sido completamente el caso. Particularmente en los primeros días de la teoría de la segunda ola, las discusiones sobre la diversidad en términos de personalidad y comportamiento con frecuencia invocaron alguna reflexión sobre la categoría misma de género. Más aún, tal reflexión puede encontrarse, más frecuentemente, en la teoría antropológica y en trabajos tales como Gender: An Ethnomethodological Approach que siempre se inspiran en preocupaciones metodológicas.

* Humanism, en inglés contiene la sílaba man = varón, de ahí el rechazo del término entendido más como "varonismo" que como "humanismo" en el sentido clásico del término. (N. de la T.)

[31] Iris Young, “Humanism, Gynocentrism and Feminist Politic”, Hypatia. 3, 1985. Volumen Especial del Women's Studies International Forum, VIII, 3, 1985, p p. 173-183.

 

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