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Género: una categoría útil para comprender la anorexia

María Cristina Spadaro

Facultad de Filosofía y Letras UBA (becaria)

Introducción

Mucho es lo que se dice y se escribe sobre el tema de la anorexia y bulimia en estos días. Quizá demasiado. El presente trabajo busca sólo colaborar, complementar otras elaboraciones teóricas serias hechas sobre estos asuntos, aportando nuestra perspectiva de género.

Después de algunas lecturas sobre el tema de la anorexia y la bulimia hemos encontrado que la categoría de género ha sido curiosamente olvidada, o bien mal interpretada en el tratamiento de estos trastornos en la alimentación. Por otro lado, pareciera que la anorexia (y también la bulimia) es uno de los lugares donde el género, como construido socialmente y a su vez constructor de subjetividades, aparece con mayor nitidez, casi como una dramatización de la teoría.

La perspectiva que tomamos no es la de la medicina o ciencias afines, sino la de la filosofía. Por tal motivo resulta adecuado en función de un acercamiento al tema de la anorexia el recurso a los discursos elaborados sobre él. Trataremos de ver cómo puede influir el uso de la categoría de género en la comprensión de esos discursos. Entendemos género como una construcción social que se hace sobre la base de las diferencias sexuales.

La primera sorpresa en la lectura de esos discursos (de muy diferente origen) es que el género es lo primero en aparecer y también lo primero en desaparecer. En casi todos los textos se comienza aclarando que la anorexia y la bulimia son síntomas que afectan esencialmente a las mujeres, en una proporción de diez o veinte mujeres a un varón. Casi todos los trabajos aclaran esto en su primer párrafo y lo olvidan en el segundo. Toman la diferencia como mera diferencia de grado.

Otra de las cosas que hemos observado es que los trabajos con enfoques más concretos reconocen más la especificidad histórica del fenómeno, mientras que los enfoques más teóricos tienden a ver fácilmente constantes ahistóricas. Yo creo que la anorexia, inscripta, como veremos, en el mito de la belleza, adquiere significados propios del último siglo, que ha devenido casi epidemia en los últimos veinte años. Este incremento no parece ser un mero cambio en las proporciones o en el acceso a los casos, sino más bien a un cambio en su significado.

Como muestra de los discursos sobre el tema, encontré una frase paradigmática en una sección de un diario capitalino. La frase decía: “La sociedad nos presiona. a todas, pero solamente algunas se enganchan”. La frase parece demasiado trivial para aportarnos algo. Parece demasiado sencilla, elemental, hasta frívola (sobre todo si tenemos en cuenta que la anorexia tiene una mortandad del 10%). Todo esto es lo que la convierte en una frase fuerte, cargada de significados. Puede llegar a molestar, incluso, no por ser errada sino por la crudeza con que nos descubre un fenómeno. Sin duda dice mucho más de lo que dice. No es una frase excepcional sino un ejemplo del discurso público sobre la anorexia y la bulimia.

Mito de la belleza

Vayamos a la frase. En primer lugar vemos que la sociedad, la cultura presiona a todas, ejerce una presión. Esta presión parece hacer distingos de género. Se ejerce, en principio, sobre “todas” las mujeres. Establece una diferencia estructural más entre los géneros, los separa, y a la vez iguala dentro de uno de ellos.

Esa presión cultural, social, que lleva en algunos casos a esos trastornos de la alimentación se puede categorizar, de manera general, como el mito de la belleza: existe una cualidad llamada belleza que tiene existencia objetiva y universal; las mujeres deben aspirar a personificarla y los hombres deben aspirar a “poseer” mujeres que las personifiquen.

Veamos en qué consiste esta presión. Se nos presentan a todas millones de imágenes del ideal estético del momento: la belleza. Se transforma así en una virtud social y de ese modo en un imperativo. Esto se ve sensiblemente agravado en tanto la sociedad moderna se caracteriza por aparatos invasivos de poder, un control más fino que genera, en última instancia, autocontrol.

Muchas mujeres tratan de cumplir a pie juntillas ese ideal. A tal punto que terminan por parecerse entre sí. El mito de la belleza produce un nuevo modo de igualación genérica, el carácter de ser “idénticas”, como diría Celia Amorós, en tanto terminamos siendo intercambiables.

Este mito de la belleza se vale de modelos. Pero de ningún modo se limita a ofrecer estos modelos. A través de ellos nos prescribe conductas. En esto radica su consecuencia más profunda. Para ser bien recibida por la sociedad hay que cumplir con determinadas rutinas. Si además se pretende tener éxito, la conducta debe ser aún más estricta. Dentro de las normas de este mito está la delgadez o esbeltez: el ideal femenino es delgado, musculoso, espaldas anchas (bastante poco femenino), con pechos perfectos (de plástico), eternamente jóvenes.

Se desencadenan, de esta manera, una multitud de rutinas disciplinarias: dietas, ejercicios, maquillaje, vestimenta, determinados movimientos corporales, etc. Se parece bastante al índice de una “revista femenina”, con sus páginas de dieta, gimnasia, artículos sobre cirugía estética, el cuidado de la piel, los huesos, el pelo. Todo esto rodeado de infinita propaganda.

En la disciplina femenina del cuerpo se ve claramente cómo estas prácticas diferenciadas forman parte de la estructuración de las subjetividades. Esas prácticas son parte de un proceso de construcción del cuerpo del sujeto-mujer sobre el que se ha inscripto un status inferior. Los cuerpos de las mujeres son deficientes y siempre lo serán, por más gimnasia, maquillaje, cirugía, ropa. En consecuencia el esfuerzo no tiene fin, ni recompensa definitiva.

Se nos prescriben, entonces, conductas dietéticas, entre otras. Esto sería inofensivo si tuviéramos la oportunidad, en todos los casos, de aceptarlas o rechazarlas. Pero esto no es así: el modelo tiene fuerza prescriptiva. En consecuencia nos sometemos a las dietas con la ilusión de alcanzar los standards patriarcales. De hecho, la mayoría de las mujeres de clase media está “a dieta”.

Las mujeres, a lo largo de la historia, no han comido igual que los varones. En grupos sociales con recursos escasos, la asignación de los mismos relega a las mujeres, que comen menos y peor. En algunos casos llega a ser un justificativo aceptado para el asesinato de las recién nacidas. Nosotras nos encontramos en una sociedad que no tiene estos problemas de límites de recursos alimenticios. Sin embargo, estos trastornos en la alimentación son característicos de sociedades opulentas. Es precisamente en los grupos sociales que pueden “tirar” la comida donde las jovencitas se mueren de hambre.

El nuevo modelo femenino puso la silueta de un “casi” esqueleto y la textura de los músculos de hombre donde antes estaba la forma y la textura de la mujer: una “Barbie”. Así la vida de algunas jovencitas se transforma en un verdadero culto al hambre o a la actividad física. Cuando la niña se hace mujer comienza, entonces, el calvario; el mito de la belleza se pone serio.

Adolescencia: ¿entrada al mundo público?

La niña deja el mundo de la familia y comienza a integrarse al mundo público, el mundo de los sujetos adultos. Para entrar a ese mundo público y ser sujetos libres, paradójicamente, las jóvenes deben someterse a la evaluación del ojo imaginario del varón. Cuando la mujer comienza a tener algún acceso a la esfera pública oficial, se le impone la “moda”. Cuanto más se acentúa su presencia, más se la presiona con modelos de delgadez y de perfeccionamiento físico.

Comienza un largo camino de re-esculpir sus partes, cambiar gestos, adoptar determinadas posturas, etc. La dieta, modo de vida que comparte casi todo el género femenino en mayor o menor grado, disciplina los apetitos del cuerpo: el apetito debe ser monitoreado continuamente y gobernado con voluntad de hierro. Así el cuerpo se descubre como un enemigo que se resiste a nuestra voluntad. Esto es algo que sucede en la adolescencia, más allá del género, en tanto el cuerpo del adolescente se le presenta como un alien al que debe dominar. Pero los adolescentes varones se muestran ansiosos por llegar a tener cuerpos de hombre. Por el contrario, las adolescentes mujeres se muestran abatidas porque han llegado a ser mujeres. Las modificaciones corporales propias de su sexo son, en gran medida, rechazadas por el modelo de belleza: cambio en las formas, como ensanchamiento de las caderas, tejido adiposo no deseado, etc. Vemos que el sesgo genérico no radica tanto en el grado de disciplina o dieta que aplica uno u otro género, sino más bien en la constitución social de cada género y su valoración.

La joven se resiste. Pretende mantener su cuerpo de niña, sin grasa, sin curvas. En el caso de las anoréxicas y las bulímicas, lo consiguen. Incluso la menstruación, signo de su ingreso al mundo de las mujeres, también suele desaparecer. Consiguen ser iguales al modelo. Llevan hasta sus últimas consecuencias el mandato social. Controlan a su enemigo, que es su propio cuerpo. Se impone una dieta que es una prescripción, un tratamiento más que una privación.

La anorexia, la bulimia, la obesidad comienzan siendo respuestas lógicas, sensatas a una realidad que es en sí misma demencial: que una gran mayoría de mujeres pueda sentirse bien frente a sí mismas sólo en un estado de permanente inanición. La anoréxica se niega a que la domine el ciclo “oficial” de adelgazar y engordar y pretende resolver el problema de raíz. La bulímica reconoce la locura del culto al hambre y su negación del placer. Al vomitar o hacer ejercicios hasta caer exhausta evita la elección, que es siempre desagradable.

Ambas tratan de controlar algo que pretende controlarlas a ellas. Se defienden cada una a su manera, una manera lógica pero peligrosa si no mortal. Así resultan, en última instancia, víctimas de su propia rebeldía. La “Barbie” con la que ayer jugaban ahora juega con ellas.

Reflexiones finales

Con la integración relativa de la mujer al mundo público, las mujeres han adquirido mayor movilidad y menor confinamiento al restringido espacio doméstico. Pero ahora la normativa femenina se dirige a su propio cuerpo. Michel Foucault decía que con el surgimiento de las instituciones parlamentarias y las nuevas concepciones de la libertad política surge una nueva forma de control, la disciplina, dirigida contra el cuerpo, que produce cuerpos dóciles, restringidos espacio-temporalmente, y de este modo acentúan el aislamiento propio del individuo. Y esto se ve cruelmente subrayado en el caso de las mujeres: una disciplina mucho más rígida sobre un cuerpo que siempre se rebela y revela como siendo otra cosa, un cuerpo que incluso resiste la simple individuación, a través de la maternidad. La disciplina corporal cambia de signo. No potencia lo que hay sino que busca vencerlo, en una lucha imposible: el cuerpo de mujer es siempre cuerpo de mujer. O termina siendo cadáver.

Desde la psicología se nos dice, por ejemplo, que las anoréxicas tienen dificultad para la autonomización y la adquisición del sentimiento de identidad, y que ellas no sabrían cómo funcionar fuera de sus respectivas familias o referentes más concretos. Esa dificultad para la autonomización y la adquisición del sentimiento de identidad no pueden resultamos sorprendentes. No son más que la consecuencia lógica de la conformación de la subjetividad de la mujer como no autónoma. La contracara del sujeto autónomo varón del proyecto moderno. Uno está constituido como autónomo sobre la no autonomía de la otra, su funcionalidad en el mundo doméstico, de la familia. Cuando, supuestamente, se abren las puertas de ese supuesto mundo público, las cosas no resultan como se esperaba para las mujeres. No debe sorprendemos que las adolescentes tengan determinados problemas en la aceptación de su nuevo cuerpo en un nuevo lugar social y simbólico. El resto de las mujeres, en general, no superamos esos problemas, sino que sólo hemos aprendido, medianamente, a convivir con ellos. No puede haber verdaderos derechos políticos para individuos constituidos previamente como no-libres.

Las jóvenes anoréxicas viven en su propia carne esa “casi” imposible entrada de la mujer al mundo público de los adultos. La ambigüedad de los mensajes se les dramatiza en su propio cuerpo. La fortaleza de su propia rebeldía puede causarles mucho daño. En tal caso es válido el intento por encausar esa rebeldía. Pero también podemos intentar buscar, construir nuevos conceptos en los que quepamos con mucha mayor comodidad.

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