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Teoría y prácticas de género

Margarita Roulet

María Isabel Santa Cruz

A.I.E.M., Facultad de Filosofía y Letras UBA

 

Es nuestro propósito abordar algunos aspectos de la vinculación entre teoría y práctica de género. Esta relación encierra problemas y dificultades y es de carácter complejo. Nos interesa en particular enfocar la vinculación desde la perspectiva de lo que ocurre dentro de las instituciones académicas.

Si bien haremos una referencia en general al modo en que esta relación entre teoría y práctica suele ser tratada por buena parte de quienes se ocupan de ella, nos interesa enfocar de modo especial cómo esta vinculación se ha verificado y se verifica en nuestro medio, donde creemos que adquiere ribetes particulares.

En los años sesenta, con la consigna de que lo personal es político cobra auge en los Estados Unidos el así llamado método de concientización: pequeños grupos de mujeres, reunidas regularmente para discutir cuestiones de su vida cotidiana. No mucho más tarde, comienzan a constituirse los “estudios de la mujer” en diversas instituciones académicas, por necesidad de producir teorías que permitieran dar cuenta de las nuevas prácticas políticas surgidas como consecuencia de la visibilización de las mujeres. El número de cursos o programas se fue incrementando rápidamente, y su instalación académica se fue haciendo cada vez más sistemática. En la actualidad hay en los Estados Unidos más de trescientos programas y unos treinta mil cursos en colegios y universidades de todo el país.

Estos estudios se configuraron, en buena parte, como ala académica de los movimientos de mujeres que luchaban por la reivindicación de sus derechos y que produjeron cambios importantes en el escenario social. En la medida en que estos estudios fueron adquiriendo especificidad como estudios propiamente académicos, se hizo inevitable su paulatino distancia­miento de la efectiva acción política, al punto de que se produjeron reacciones de mujeres comprometidas con los movimientos feministas contra aquellas que se dedicaron a la investigación teórica instalándose en las instituciones académicas.

A comienzos de los ochenta fueron bastante fuertes los debates acerca de la relación entre los estudios de la mujer y el movimiento feminista y sobre la posibilidad de integrar objetivos activistas y académicos tanto dentro como fuera de las aulas. Esos debates, sin duda, enriquecieron y estimularon los estudios de la mujer, pero también mostraron conflictos entre diferentes posturas. Se plantearon diferentes modos de resolver la tensión entre actividad académica y activismo político: para algunas, había que abandonar la academia. Su crítica al pretendido “feminismo académico” se fundaba en que, si lo personal es político, carecía de valor desde el pun­to de vista feminista todo aquello que no estuviera directamente comprometido con la lucha reivindicativa. Hubo quienes sostuvieron que el feminismo era compatible con la scholarship pero no con la vida académica, que era lícito y necesario hacer teoría, pero que ésta debía darse desde fuera de las instituciones, cuya estructura patriarcal no podía aceptarse. La teoría feminista, para estas últimas, exigía marginalidad. Otras prefirieron escindir sus vidas: aplicar los patrones tradicionales en la vida profesional y dedicarse al feminismo y a la cultura de las mujeres en la vida privada. No faltaron quienes atenuaron el problema, aceptando el consenso emergente de que los estudios de la mujer a la larga implican profundos cambios en la estructura del conocimiento, la universidad y la sociedad.

En la actualidad esos debates han perdido fuerza y es cada vez mayor el número de mujeres que llevan a cabo trabajos teóricos en el seno de instituciones académicas y para quienes los estudios feministas representan una tentativa de las mujeres por unir teoría, trabajo intelectual y práctica política en vistas a mejorar la condición tanto social como simbólica de las mujeres. Sin embargo, la articulación de los estudios teóricos con la práctica política es, al menos, difusa.

Los estudios feministas no forman parte, en sentido estricto, del movimiento de las mujeres. Pero, sin embargo, no están cortados de la práctica feminista, en la medida en que quienes trabajan en ellos, a través de la producción discursiva -sobre todo escrita- y de la docencia están comprometidas en un combate contra una ideología, contra la organización del saber y las prácticas dominantes de investigación y de enseñanza.

Esto es así, a pesar de las divergencias entre las diversas corrientes teóricas y orientaciones disciplinarias que caracterizan a los estudios feministas,

Aunque hay entonces puntos de encuentro entre lo teórico y la acción, es innegable, sin embargo, que existe entre ellos una relativa pero real autonomía. El problema de la relación entre lo político y lo teórico no es exclusivo del feminismo, sino compartido con diferentes movimientos de emancipación, que a menudo producen efectos sobre el campo del saber. Es un difícil problema decidir si la teoría feminista y la práctica de los estudios de la mujer acarrean un progreso político o bien si sólo lo acompañan y/o son su secuela. Es difícil sostener que los estudios feministas sean, entre las posibles prácticas feministas, las que dirigen y comandan a todas las demás. Difícilmente el cuerpo teórico que generan sea motor directo de las prácticas que tienden a la modificación de las relaciones sociales. Difícil­mente, entonces, la acción sea provocada por la teoría. Los movimientos que luchan por la despenalización del aborto, por ejemplo, claramente no son resultado de alguna elaborada teoría previa. Pero eso no significa que no haya teoría que avala sus reclamos. En general, no significa que no haya relación entre teoría y práctica.

Si los problemas que tratamos de identificar y resignificar surgen en la acción, el esfuerzo por repensarlos e interpretarlos teóricamente es también una acción, en el sentido de que no puede desprenderse de ella. Lo personal es político y lo político es tanto práctica teórica como acción directa. La acción genera la teoría y ofrece así nuevas maneras de saber lo que ya sabíamos y nuevos saberes. La acción, además, nos proporciona la realidad con la cual contrastar nuestras teorías. Según la teórica inglesa Jalna Hanmer, “La acción, la teoría y la experiencia personal son diferentes puntos de anclaje en el mundo material, cada uno de los cuales contiene al otro. En los estudios feministas esas perspectivas se han vuelto desafíos epistemológicos lanzados a la ideología y a los modos de saber dominantes”[1].

Los estudios feministas son teoría y son acción. Las mujeres a nivel individual y las organizaciones y sociedades en las que ellas viven tienen que resultar, a la corta o la larga, transformados por ellos. La teoría permite alimentar el proceso de transformación.

En nuestro medio, la relación entre el movimiento político de mujeres y los estudios teóricos feministas tiene características propias. Por cierto, la situación desventajosa de las mujeres es muchas veces escandalosa; sin embargo, el movimiento político es débil y desarticulado y con poca o ninguna relación con los desarrollos teóricos aun cuando, individualmente, algunas mujeres que se dedican a estudiar estas cuestiones sean además militantes feministas. Por supuesto, creemos que la búsqueda de justicia que es lo propio de los movimientos políticos de mujeres se verá facilitada si las que militan en ellos están además entrenadas teóricamente.

La instalación de estudios feministas en la academia se produce entre nosotras sobre todo como reflejo de lo que sucede especialmente en Estados Unidos unido al clima cultural e ideológico que se instala en las instituciones a partir de 1984 y que se acrecienta en los años posteriores. Hoy sería visto como excesivamente reaccionario quien se negara a aceptar este tipo de investigaciones en el ámbito universitario. Con lo cual no estamos afirmando nada demasiado auspicioso. Solamente que es difícil oponerse a ciertos climas cuando los aires soplan en buena parte del mundo. Los/las que estudian las formaciones culturales podrán dar una respuesta de por qué esto ocurre.

Un ejemplo de lo que venimos diciendo es el surgimiento del AIEM en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. De pronto nos dimos cuenta de que, en algunos casos, grupos y, en otros, personas individualmente, en disciplinas diferentes, estábamos trabajando temas vinculados con el género. Ningún otro tema de investigación, además, reunía a tantas personas. En el caso de nuestra Facultad ha ocurrido lo mismo que en otras partes del mundo: los estudios feministas comenzaron porque las profesoras o investigadoras que estaban trabajando en el tema desde sus disciplinas seguían líneas irreprochables desde el punto de vista académico. Por lo demás, reunirlas en un área específica no exigía la creación de nuevos puestos docentes ni de investigación ni recursos financieros adicionales. En esas condiciones, la Universidad no pudo rechazarlos.

Dejamos de lado los problemas que acarrea la institucionalización del área. De esa cuestión nos ocupamos ya en un trabajo en el que examinamos el problema del poder, en sus dos polos, interno y externo, en relación con los estudios de género[2]. Observemos solamente que una dificultad especial del Área para poder afianzarse como un programa, por ejemplo, es la inexistencia de una institucionalización de los estudios de la mujer a nivel de grado, situación que marca una clara diferencia con lo que ocurre en los Estados Unidos. Sólo de modo casi errático se han ido ofreciendo algunos cursos. El Área está trabajando más bien a nivel de investigación, y no de docencia.

Nuestro grupo de trabajo que integran, además de nosotras dos, Ana Bach, Alicia Gianella y María Luisa Femenías, tiene varias líneas de inserción en la universidad en lo que se refiere a estudios de género. Por una parte, en tanto equipo de investigación que desde 1988 desarrolla proyectos UBACYT que se encuadran en nuestra disciplina, la filosofía, pertenecemos al Instituto de Filosofía. Por otro lado, por tratarse de un tema de estudios de género formamos parte del AIEM. Finalmente, ya desde 1987, iniciamos la tarea docente en el área de estudios de género, tanto a nivel de grado como de posgrado. La relación teoría-práctica de género es diferente en estos contextos.

Nuestro trabajo teórico no tiene un propósito o relación directa con la práctica política, pero eso no significa que neguemos el hecho de que toda teoría tiene efectos deseados o indeseados sobre las estructuras de las relaciones sociales. En ese sentido, sabemos que el trabajo teórico que desarrollamos contribuye a la generación y acrecentamiento de lo que antes llamábamos un cierto clima cultural en virtud del cual los demás miembros de la comunidad académica actúan de otra manera. En particular las mujeres empiezan a pensar su situación de un modo diferente, aun cuando no se interesen teóricamente en cuestiones de género.

En el terreno de la docencia la relación entre teoría y práctica de género tiene peculiaridades, al menos en lo que concierne a nuestra disciplina.

Decía Adrienne Rich en una convención realizada en el Douglas College en 1977 que “una de las debilidades devastadoras de la enseñanza universitaria, del almacén de conocimientos y opiniones que se han ido pasando a través del entrenamiento académico, ha sido el borrón casi total que se ha hecho de la experiencia y el pensamiento de las mujeres en los planes de estudio así como de la sistemática exclusión de las mujeres como miembros de la comunidad académica”.[3] En realidad lo que puede aprenderse en las instituciones académicas “es cómo los hombres han percibido y organizado sus experiencias, su historia, las ideas de las relaciones sociales, lo bueno y lo malo, la enfermedad y la salud, etc.”.[4] Los cursos de estudios de género son un medio idóneo para evitar que la educación superior consista primordialmente en lograr que las personas persistan en los roles esperados a través de la incorporación de un saber ya constituido.

En la carrera de filosofía, los contenidos teóricos con los que las estudiantes están en contacto en la mayor parte de los cursos poco o nada tocan a sus experiencias personales como mujeres. Los cursos de teoría filosófica de género tienen en este aspecto una particularidad que debe ser explotada por quienes los impartimos: la estrecha vinculación entre lo teórico y las experiencias personales de quienes han nacido y están ubicadas en la sociedad y en la historia como mujeres.

En los cursos de teoría feminista, teorizamos, argumentamos y discutimos sobre un objeto de estudio que somos nosotras mismas. La subjetividad entra al aula: se admiten las emociones, las experiencias personales. No faltan quienes nos reprochan constituir grupos de autoayuda o de terapia grupal, de moda, para colmo. Es cierto que en los cursos de estudios feministas las estudiantes mujeres se comportan de otro modo, de un modo que es a veces impensable en el marco de una disciplina tradicional. Habría que advertirles: “este curso puede cambiar tu vida”. Y si no quieres que ello te ocurra, mejor no te inscribas.[5]

En este contexto, los desarrollos teóricos despiertan una actitud eminentemente crítica. Las alumnas aprenden al mismo tiempo teorías y cómo eso de lo que las teorías se ocupan les afecta directamente en sus vidas. Los estudios de género ofrecen una oportunidad única para que los estudiantes puedan adquirir una base critica para revisar lo que aprenden en los otros cursos y para comprender de un modo diferente la historia, las teorías y las propias experiencias.

Hay quienes rechazan la filosofía “heredada” acusándola de creación patriarcal, creación del pensamiento de hombres que escribieron sólo para destinatarios masculinos. Pero si la filosofía es una suerte de “fábrica de conceptos” cuya función consiste en generar nuevos y nuevos conceptos cada vez que las situaciones históricas y sociales los exigen, como mujeres y como profesoras de filosofía estamos obligadas a lograr la manera de enseñar simultáneamente el carácter sexista de la filosofía y su valor como ejercicio del pensar crítico. A veces puede ocurrir que por poner el acento en el género se olvide de enseñar lo más importante: un pensamiento claro, una capacidad para analizar, argumentar, proponer una tesis, discutir con consistencia y fundamento, escribir con nitidez. Sin todo esto no puede accederse a la libertad intelectual. Y todo ello exige esfuerzo, es una tarea dura que no puede ahorrarse.

Los cursos de teoría de género son especialmente indicados para obligar a las mujeres a pensar activamente, a discutir, a intervenir, a expresar sus ideas y presentar sus argumentos sin las trabas y las dificultades que generalmente tienen. La teoría de género es un medio privilegiado para modifi­car actitudes, porque resulta más viable obligar a pensar activamente cuando se está comprometida con aquello sobre lo que se debe pensar y argumentar.

Interesa desarrollar la conciencia de la relación entre los estudios de la mujer y los contextos históricos en que se vive. En los cursos de género, en efecto, las estudiantes aprenden la manera en que los contextos sociales las han conformado como mujeres. Así, el conocimiento de lo social y el autoconocimiento se informan mutuamente, porque por el autoconocimiento se enriquece del conocimiento del contexto y éste enriquece el autoconocimiento de las mujeres: lo personal se vuelve intelectual y lo intelectual personal.

Los estudios de la mujer se muestran, pues, como una buena estrategia para la transformación. Pero para que realmente cumplan su función, ellos deben situarse entre la crítica y la idea reguladora, entre la oposición y la proposición, entre el rechazo de lo negativo y la visión de “lo totalmente otro”. No tiene sentido encarar los estudios de género como una suerte de fundamentación teórica de la denuncia de la dominación masculina y de la queja ante ella. Tal vez eso tuvo sentido en los inicios, porque era preciso, como punto de partida, el hacer tomar conciencia de una situación en la que la subordinación de las mujeres estaba invisibilizada. La primera etapa del desarrollo de los estudios feministas estuvo centrada en la crítica del sexismo como una práctica social y teórica que crea diferencias y las distribuye en una escala de valores de poder. Esto es, centrada en la deconstrucción del sexismo como fuente de producción de un saber sesgado. Sólo un poco más tarde el trabajo tendió al logro de una reconstrucción del saber desde una perspectiva centrada en las mujeres, sobre la base de la experiencia de las mujeres y los modos de conocimiento y de representación de ideas desarrollados dentro de tradiciones culturales de mujeres. La etapa actual del desarrollo tiene otros compromisos. A la crítica y al intento de edificar un saber sobre la base de la experiencia de las mujeres, tiene que añadirse, como un desafío y un elemento que da sentido a lo anterior, la postulación de un horizonte regulativo de estructura “utópica” ─usando este término con libertad─ desde el cual se interpreta el presente y hacia el cual se orienta la práctica.

No debe desdeñarse, pues, la importancia de promover un pasaje de la crítica a una visión que ella sugiere. Los cursos de estudios de género no pueden evadir el imprescindible elemento visionario que debe compensar y dar sentido al elemento crítico. El momento negativo exige la postulación de un momento “mejor”, a la luz del cual puede ejercerse la crítica y orientarse las prácticas. Sin teleología ─podríamos decir─ la crítica es estéril y aun dañina porque sólo consigue generar impotencia y una suerte de bronca paralizante. No significa abandonar la crítica sino mantenerla en tensión con la visión. No se trata del reordenamiento de la estructura presente sino de la visión de un nuevo mundo. Se trata de proponer un salto imaginativo opuesto a la sociedad sexista. Ese modelo que funciona como polo de atracción, orientador de prácticas a la vez que como “estado de cosas” que justifica la crítica y el rechazo de lo existente como real no existe en la realidad, pero sí existe como posible. Como negación de las condiciones que criticamos, las visiones permiten interpretarlas y se oponen a ellas. Así, las clases de estudios de género son estrategias educativas para el cambio. En ellas clarificamos al mismo tiempo lo que queremos abandonar y aquello a lo que queremos ir.

Para que pueda llevarse a cabo alguna transformación, para que las mujeres puedan ser sus protagonistas es necesario, como condición básica, que haya mujeres en las instituciones académicas. Pero eso no basta. Debe haber mujeres que ocupen puestos prestigiados, esto es, puestos que los varones consideran dignos e importantes de ser ocupados. Y esto último es relevante, dado que muchas veces el que la mayoría de quienes tienen los cargos más altos sean mujeres precisamente es signo del desprestigio relativo que tiene esa carrera o esa institución en el concierto total de la comunidad académica. La tercera condición es que esas mujeres que tienen puestos “de poder” incidan de modo directo ─o al menos indirecto─ en la transformación social. En este sentido, los cursos de estudios de la mujer, así como ─aunque en menor medida─ la tarea de investigación, son el instrumento más idóneo ─al menos el que tenemos más directamente a nuestro alcance─ del pasaje de la teoría la práctica.

Los estudios de la mujer son un ejercicio académico en buena medida -para no decir enteramente- marginal en la vida de la institución en la que se insertan, esto es, un ámbito de estudios que no goza de rango elevado en ninguna de las disciplinas. No estamos obligadas a llevarlos a cabo y, sin embargo, lo hacemos y tratamos de que ocupen más y más espacio. ¿Por qué? La respuesta puede hallarse precisamente en el lazo entre teoría y práctica, comprendido como la preocupación de comprometerse en un trabajo académico significativo. En el centro de nuestra empresa está la voluntad de comprender y de contribuir al cambio social. Promover nuevas comprensiones de las relaciones sociales y de la realidad es un desafío intelectual. Y ese desafío es ya una acción.



[1]              Hanmer, Jalna, “Faire des vagues. Les études féministes et le mouvement des femmes”, Les Cahiers du Grif (1990) 45, p. 9.

[2]              Cf. Santa Cruz, M. I., Bach, A., Femenías, M. L., Gianella, A., Roulet, M., Muje­res y Filosofía. Teoría filosófica de género, Buenos Aires, CEAL, 1994, tomo I, sección III, pp. 76-90.

[3]              Rich, Adrienne, “La cultura como exigencia”, en Sobre mentiras, secretos y silencios, trad. cast., Barcelona, Icaria, p. 273.

[4]              Ibidem.

[5]              Cf. Hanmer, J., ob. cit., p. 15.

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